jueves, 24 de diciembre de 2015

En “Misa de gallo” con la Regenta


Hoy, 24 de diciembre, acompañamos a Ana Ozores a la “Misa de gallo”. Basta para ello con abrir La Regenta por el capítulo XXIII. Clarín logra en esta escena introducirnos con particular fortuna en el ánimo siempre extremado de la protagonista. Y la música tendrá a este objeto un papel estelar.
Ya se sabe que la “Misa de gallo” no es como cualquier misa de diario. La alegría del Nacimiento desborda los templos y ello conlleva algunas licencias, más habituales aún en la época en que se desarrolla la novela.

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Son las 12 de la noche de un 24 de diciembre de “mil ochocientos setenta y tantos”, como apunta Clarín. En la catedral de Vetusta hay más sombras que luces —al fin y al cabo los quinqués de petróleo tienen sus limitaciones—, pero todo parece iluminarse con la música del órgano:
¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona”.

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Ana Cristina Tolivar ha escrito largo y tendido sobre la música en la obra de Clarín y ha contextualizado las piezas profanas que entonaba el órgano con la disculpa de la alegría navideña en este capítulo de La Regenta. Unas son temas populares, alguna otra tiene que ver con el repertorio de las guerras carlistas y hasta salen a relucir el brindis de La Traviata y el “Miserere” del Trovador, pero no de cualquier manera, sino imitando el modo particular en que lo tocaba en gaitero jurado del Ayuntamiento. Modo incorrecto, para ser más exactos. No merece la pena insistir por este flanco, pero sí por el del propio engarce de la música en la liturgia.
Cabe pensar que esta escena es pura ficción y que a la postre no deja de ser un capítulo de una novela. Y puede parecer raro que todas esas músicas suenen en el interior de una catedral durante una celebración litúrgica, incluso aunque estemos en “Misa de gallo”. Sin embargo, hay que llamar la atención sobre la base real en que se sustenta la ficción clariniana.

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En la segunda mitad del siglo XIX la música sagrada atravesaba un momento muy especial. Básicamente estaba demasiado sujeta a la influencia del teatro lírico. El problema ya venía de antes, como denunció el papa Benedicto XIV en el siglo XVIII. Paralelamente a aquella situación iban surgiendo movimientos reformistas que trataban de devolver a la música del templo la dignidad y unción que han de serle propias.
El movimiento cecilianista no paraba de crecer en toda el mundo. Pero los templos seguían dando cabida a cantos cuyos textos eran los canónicos, obviamente, pero que se escuchaban vestidos con hermosas melodías de cuño teatral o incluso adaptados literalmente a la música de conocidas arias operísticas.
Como era de esperar, la bipolarización estaba servida. Mientras unos disfrutaban en el templo (y en los periódicos se hablaba de las funciones religiosas como quien acaba de salir de una velada musical), otros sufrían con aquellos cánticos sensuales y aun indecorosos para los críticos más severos.
Y al final el papa Pío X, atendiendo al clamor de las protestas y como gran defensor que fue de todas las causas tradicionalistas, dictó su celebérrimo motu proprio sobre la música sagrada en 1903.

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¿Y de qué lado estaba la Regenta? Pues del lado de la alegría y del hedonismo. Lo único que pasaba es que había nacido un niño muy especial en Belén y el órgano lo celebraba con entusiasmo:
“… parecía que se volvía loco de alegría... que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas”.
Y es aquí donde Clarín, por vía de Ana Ozores, aprovecha para pensar en una religión basada en el amor universal, en un tono casi panteísta, como alejando de la Iglesia los signos de severidad que asomaban en el horizonte y que culminaron en tiempos del citado papa:
“A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire...”.

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La musicología internacional, que contaba entre sus filas con muchos eclesiásticos partidarios de la reforma, se dedicó a celebrar los logros de los compositores disciplinados que seguían las directrices del moru proprio papal. Valoró las piezas neogregorianas y las que imitaban los modelos de la polifonía clásica. Las directrices eclesiásticas alejaron del templo los instrumentos fragorosos y trataron de erradicar las melodías operísticas y otras prácticas consideradas inadecuadas.
Los nombres del P. Otaño o del P. Prieto, entre tantos otros, bastarían para patentizar el alto nivel alcanzado por la música sagrada en España en la primera mitad del siglo XX. Pero para ello hubo que purgar archivos, prohibir repertorios, académicos y de tradición oral, y cercenar prácticas centenarias.
Bien pensado, ¿no tendría el planteamiento de Ana Ozores más fundamento del que solemos admitir? En otras palabras: esa música que embarga el alma enamorada de la Regenta no sería tanto el paradigma de todos los males de la música en el templo sino una opción gozosa, capaz de hermanar a la Humanidad en un amor nítido y tangible por lo trascendente.
Pero el viento no soplaba en esa dirección y el rigorismo supo jugar bien sus bazas, entre otras cosas mediante unos sistemas de propaganda sumamente eficaces. Los reformistas fueron unos magníficos luchadores en favor de su causa y dieron lugar a músicas de mucha calidad, pero nos asalta la duda (y esto es algo que podría sonar a heterodoxo a muchos musicólogos) sobre lo mucho que hubo que sacrificar en el camino.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Homenaje a Falín el Profesor

 
El 19 de diciembre de 2015 tuvo lugar en la villa de Salas (Asturias) un acto particularmente justo y emotivo. Me refiero al homenaje que se tributó a Rafael Fernández Fernández, conocido como Falín el Profesor, que fue un auténtico hombre-orquesta de la vida musical y cultural del concejo de Salas y tierras colindantes durante las décadas centrales del pasado siglo XX. El acto comenzó a las 7 de la tarde en el Centro Polivalente La Veiga, lleno hasta los topes.
El homenaje estuvo muy bien conducido y presentado por el profesor Isidro Sánchez, en nombre de la Fundación Valdés Salas —impulsora del mismo y cuyo vicepresidente ejecutivo, el profesor Joaquín Lorences, estaba allí presente— y del Aula Valdés Salas de la Universidad de Oviedo, de la que es director. No faltó la colaboración del Ayuntamiento —cuyo alcalde, Sergio Hidalgo, acudió igualmente al acto—, ni la de otras entidades como la asociación Amigos del Paisaje de Salas y las de tipo musical que se citan más abajo.
Acudieron al evento numerosas personalidades relacionadas con la vida cultural del Occidente asturiano, que no detallamos para evitar posibles omisiones. Y tendiendo a todo el mundo, como perfectos anfitriones, los sobrinos-nietos del Profesor: Carmen, Teresa, Reyes y Nicasio de Aspe Llavona, acompañados de otros familiares y todos ellos muy queridos en esas tierras.

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En la primera parte hubo tres breves intervenciones orales. La primera corrió a cargo del sobrino-nieto de Falín, Nicasio. En esta aportación quedaron expuestos los datos principales de la biografía del homenajeado, sus estudios y actividades profesionales, con momentos especialmente emotivos al mencionar a su propia madre, Marichu Llavona, sobrina de Falín y mantenedora durante muchos años de la firma comercial.
A continuación intervino el doctor Bernardino Blázquez Menes, prestigioso neurólogo ya jubilado y gran conocedor de la historia de Salas, con una disertación titulada “La voz del pueblo”. En ella desgranó una serie de datos biográficos complementarios de los que ya habíamos escuchado anteriormente y, además, seleccionó un ramillete de anécdotas protagonizadas por Falín el Profesor y su entorno, alguna de ellas muy divertida y para nota.

La tercera intervención corrió de cuenta del autor de estas líneas y estuvo orientada a comentar de qué manera la actividad de Falín contribuyó a la creación de identidades emocionales, paisajes sonoros y memoria, al articular con su música una serie de diálogos entre la vida privada y la pública en esta parte de Asturias. Se publicará próximamente en este blog.

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 Sin duda el plato fuerte vino de la mano de la propia música. A ese fin el gran impulsor del homenaje, el profesor Jesús Menéndez Peláez, diseñó un recital en el que participaron diversas agrupaciones.
Previamente, Menéndez Peláez evocó con sentidas palabras el ambiente de las fiestas sacramentales de los años cincuenta, con sus escenografías y rituales. Sonó primero la “Marcha procesional”, arreglada por Falín e íntimamente asociada a su figura, a cargo del grupo instrumental La Nueva Lira de Lavio (Salas). Y a continuación, el “Tantum ergo” por la Coral Polifónica “Santiago López” de Pravia, dirigida por José Fernández Avello, querido amigo de hace muchos años y excelente músico. El propio Jesús M. Peláez se sentó al armonio de Falín (un interesante instrumento del siglo XIX puesto a punto por Jesús Arévalo) y acompañó el himno, del mismo modo que Carmen, sobrina-nieta del homenajeado, se sumó con el acordeón de Falín a la primera pieza.

Acto seguido intervino el Ensemble de acordeonistas de Gijón, dirigido por Ginés Fernández, excelente instrumentista y profesor de acordeón en el Conservatorio de Luarca (Valdés). Daba gusto ver en perfecta armonía a personas de muy diversas edades, desde niños hasta jubilados que no han perdido las ganas de hacer cosas. El propio Jesús M. Peláez es uno de estos animosos veteranos, dicho sea de paso.
Las habaneras y otras piezas populares hicieron las delicias del público. Y resultó muy impactante la versión de “Ecos de la Quintana”, con arreglo del director del Ensemble, donde, tras una primera presentación por parte de los acordeones, hace entrar a la gaita en el momento adecuado para logar el clímax.
Finalmente, la Coral Polifónica “Santiago López” de Pravia, con Avello al frente, abordó una amena selección de obras. Hubo un cambio en el programa que les llevó a cantar de memoria una página no prevista titulada “La sirena”. Avello recalcó que esta obrita no es originaria de Valdés, como se suele decir, y también recordó su trato con Falín el Profesor.
No menos agradó una composición de ambiente asturiano del ilustre Moreno Torroba titulada “En el camino de Mieres” y la lograda vaqueirada “Siga el pandeiro que toca”, de Antolín de la Fuente.

Para concluir, coro y Ensemble se unieron en dos momentos navideños: “Noche de paz” y “Adeste fideles”. Excusado es decir que todas las intervenciones orales y musicales fueron celebradas con numerosos aplausos y otras manifestaciones de júbilo.
Tras el concierto se procedió un “pincheo” que permitió la formación de corrillos y el intercambio de recuerdos en torno al Profesor, a Salas y a lo que hiciese falta. 

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Este acto sirvió, por otra parte, de colofón festivo al Congreso Internacional “La imagen de la autoridad y el poder en el teatro del Siglo de Oro”, celebrado en la sede de la Fundación Valdés Salas y dirigido por el profesor Ignacio Arellano, investigador principal del Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO) de la Universidad de Navarra y el citado Jesús Menéndez Peláez. Este último donó meses atrás su valiosa biblioteca y fondos documentales a la Fundación Valdés Salas (de la que es patrono de honor) y ya están previstas otras importantes actividades académicas para 2016 en torno a dicho legado.

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Ya se había ido retirando buena parte de los asistentes cuando el ya citado músico y afinador Jesús Arévalo empezó a juguetear con el acordeón de Falín. A los pocos segundos enhebraba unos aires populares que animaron al incombustible profesor Menéndez Peláez a echar unos bailes (con excelente estilo), entre el regocijo y el aplauso del corrillo que allí se formó.
En suma: un homenaje precioso, entrañable, evocador y absolutamente digno del gran Falín el Profesor.
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Fotografías cortesía de Carmen de Aspe Llavona:
Falín el profesor al piano
Nueva Lira de Lavio, con Jesús M. Peláez y Carmen de Aspe Llavona, a la izquierda de la imagen.
El doctor Bernardino Blázquez Menes en un momento de su intervención. 
Ensemble de acordeonistas de Gijón y la Coral Polifónica “Santiago López” de Pravia, dirigidos por José Fernández Avello.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Siete años sin Ramón Barce

 
I.
Hace siete años que falleció el compositor y académico Ramón Barce Benito (Madrid, 16/03/1928-14/12/2008).
Ahora pienso en lo mucho que le debo, en las fascinantes veladas que pasé con Ramón y su esposa, Elena, en joviales reuniones a las que se sumaban con frecuencia algunos otros de sus numerosos amigos, como Mariti (que tampoco está ya con nosotros) o los compositores Carlos Cruz de Castro y Agustín González Acilu. También, en los muchos momentos vividos en Asturias en cursos, conciertos o actos académicos de todo tipo, visitando el Prerrománico, en casa con mi familia, degustando la buena cocina de la tierra en compañía de Josep Soler y de la pianista Eulalia Solé; o en Olite, Granada, Alicante…
Se me viene a la cabeza el momento exacto en que lo conocí: entraba él en un aula de Extensión Universitaria —Gijón, verano de 1979—, seguido de una glamurosa joven que resultó ser Elena Martín. Ese año y el siguiente Ramón estuvo ayudando a Emilio Casares en la coordinación de los cursos estivales que proporcionaron la materia prima para el libro 14 compositores españoles de hoy, pionero en el género de los autoanálisis de los nuevos creadores musicales.
Por eso, cuando el profesor Casares me comentó que tal vez podría realizar mi tesina sobre Ramón Barce (pues había advertido mi admiración y afinidades de gusto y de inquietudes con el maestro), creí que me estaba leyendo el pensamiento. De hecho, había fantaseado con esa posibilidad y aquella sugerencia fue como un regalo.
Ramón me atendió con absoluta entrega. No hablábamos mucho de su música. Creo que era un punto pudoroso en este terreno y no quería imponer una visión de su actividad compositiva. Yo le pedía materiales, los estudiaba y posteriormente comentaba con él cuestiones de fondo, más que de detalle. Coversábamos mucho de literatura y de otros mil asuntos. De esa manera me fui situando en las coordenadas adecuadas para concluir la tesina en 1982, convertida al año siguiente en mi primer libro.
No es mi intención glosar su figura (ya lo he hecho en muchos otros escritos) sino simplemente recordarlo y compartir ese recuerdo con quien se acerque a este blog. Para ello he seleccionado dos fragmentos del artículo “Inventario de la lucidez: Ramón Barce (1928-2008)”, literalmente redactado entre lágrimas.
Sirvan estas líneas —que también van dedicadas a Elena, por derecho propio— de pequeñísima ofrenda a quien fue un artista benéfico e imprescindible en la música española de la segunda mitad del siglo XX.

II.
“Ahora es el peor momento de mi vida, que no puedo entender sin Ramón después de tantísimos años”. Éstas eran algunas de las palabras que Elena Martín, viuda de Ramón Barce, escribió al autor de estas líneas el 28 de febrero de 2009, en una carta llena de dolor y de desesperanza. Procede citarlas aquí porque, aunque sea en una medida no comparable, hay muchas personas que aquel frío 14 de diciembre de 2008, domingo, sintieron que surgía un vacío irreparable con el fallecimiento del compositor.
Sin él, la viuda apenas se puede explicar su propia vida y, sin su trayectoria vital y artística, tampoco se pueden comprender muchos de los avatares de la música española en los últimos cincuenta años. Y procede, en fin, citarlas, con más motivo al comienzo de este trabajo, precisamente en reconocimiento a Elena Martín (esposa, amiga, médica de cuerpo y alma, retratista de cámara –de cámara al quite- y musa tutelar), porque sin ella, dicho sea con toda claridad, Ramón Barce no hubiera sido el mismo, ni igual de feliz; y, sin duda, nos hubiera dejado mucho antes.
Reconozcámoslo: Átropo no deja nunca su trabajo sin hacer (así nos lo recuerda la estremecedora Déploration de Josquin por la muerte de su maestro Ockeguem, con texto de Molinet), pero también es cierto, como apuntó Horacio, que los grandes hombres nunca mueren del todo y que incluso siguen creciendo con el recuerdo y la admiración de quienes le sobreviven.
 
III.
Barce teorizó en un texto inédito, titulado Inventario, sobre la necesidad de un “inventario universal”. Escribe el compositor: “Falta, en la investigación humana, una relación completa de las cosas existentes”. Se queja Barce de lo poco que sabemos: ni siquiera hay datos fiables para el número de personas del planeta. A veces, ironiza el compositor, tenemos datos concretos sobre especies en extinción, pero “nadie, en cambio, puede saber cuántos gorriones viven hoy en Europa”.
Este preámbulo jocoso lleva a cuestiones mucho más complejas acto seguido: la determinación de la unidad, incluyendo los objetos no materiales, los problemas de la individuación, los objetos innecesarios, los poliobjetos (relacionables con el kitsch), la superación de los simples niveles estadísticos (siempre cuestionados por el hecho cualitativo), entre otras docenas, tal vez cientos, de asuntos.
La cantidad de nuevos temas, derivaciones y ramificaciones que salen de cada uno de estos conceptos es tal que hay algo de kafkiano en el lento avance hacia conclusiones claras y sólidas. Analizar un texto de semejante tamaño y problemática, incluyendo lo que pueda haber de literario en el mismo, no es de ningún modo el objeto de estas líneas, pero queríamos citarlo como un asunto, un tanto enigmático, muestra contundente de su alta capacidad especulativa, que acompañó al compositor durante muchos años, si bien en los últimos ya lo consideraba como cerrado y se estaba planteando su edición.
Como nos indicó Elena Martín: “Yo creo que inventariar no es el paso previo para nada posterior, es solamente una forma de situarse para ir tejiendo reflexiones”.
Por nuestra parte, nos empieza a parecer que es más fácil realizar el cómputo de los gorriones europeos que deconstruir a Barce, el maestro poliédrico, el que supo conjugar comunicación, dramatismo, humor, expresividad, minimalismo “avant la lettre” (como decía Llorenç Barber) y trascendencia sin concesiones, con la naturalidad de los clásicos, de los líderes y de los verdaderos maestros.
  


Fotos:  
Los Barce, el día de su boda. (Foto de Ángel Medina).
Placa en la casa de la Calle Mayor (Fotos cortesía de Elena Martín). 

Parcialmente extractado de Ángel Medina: “Inventario de la lucidez: Ramón Barce (1928-2008)”. Cuadernos de Música Iberoamericana, 17, pp. 7-22, ICCMU, 2009. Disponible en academia.edu




jueves, 10 de diciembre de 2015

Santa Eulalia: himnos para la niña mártir

 
I.
El 10 de diciembre se celebra la festividad de Santa Eulalia, la niña mártir de Mérida cuyas reliquias se conservan en la catedral de Oviedo.
Santa Eulalia —esa misma "ñeña" que Antón de Marirreguera cantó en versos fundacionales de la literatura astur y cuyas cenizas hace entrar en Oviedo, en tiempos del rey Silo, "con gaites y procesión"— fue destinataria de muchas composiciones musicales a lo largo de los siglos. Y también lo fue de una liturgia específica en el Oviedo del siglo XVII.
Dicho rezo propio no sólo resultaba operativo para la diócesis asturiana sino que, tras diversas gestiones ampliamente estudiadas por el profesor Justo García, el oficio pasa a ser aceptado en otras diócesis y, en consecuencia, acabará siendo incluido oficialmente en los breviarios romanos del momento dentro del santoral hispano.
En el documentado estudio de Justo García no hay ninguna alusión a la música de dicha liturgia. Sin embargo, indagaciones de cierto tiempo atrás me permitieron conocer el revestimiento musical de este oficio propio de Santa Eulalia. Y aunque ya hemos escrito sobre el asunto en medios académicos, reiteramos aquí que en la colección de libros de coro de la catedral ovetense se encuentran varios que incluyen la lógica atención litúrgico-musical a la santa. Las partes musicadas son, obviamente, las antífonas, responsorios e himnos, que alternan con las distintas lecturas, salmos, capítulos, etc., preceptivos en cualquier oficio. Algunas de estas piezas las interpretó el grupo Melisma, dirigido por Fernando M. Viejo, en recitales y actos dedicados a la santa.


II.
Mención específica merecen los himnos, muy en particular el de laudes, titulado Postrema lampades. Como es frecuente en el género himnódico, la estructura textual se ciñe a unos cánones que permiten la utilización de melodías preexistentes, como ocurre en nuestro caso.
La letra, contrariamente, es nueva y se nutre de versos sáficos con adónicos. Este último himno del oficio es especialmente emotivo. Cuenta el momento final del martirio —que es el nacimiento para Dios— cuando el verdugo le aplica a la niña antorchas de fuego que ella hace penetrar en su pecho, atrayendo la llama con la boca abierta.
Su espíritu, ante el espanto del verdugo, se eleva en forma de blanca paloma y entra en el Cielo, del que mana una nieve protectora que cubre los desnudos y atormentados miembros de la mártir.
Ya cerca del final del himno figura una estrofa en la que se llama a la santa "firme columna de Mérida", al tiempo que se pide el favor para los "fuertes astures" que siempre le atribuyen todo su bien y la tienen por patrona.
Sirva este pequeño extracto de trabajos anteriores para recordar a esa niña, obstinada hasta preferir el martirio a la renuncia de su fe, cuya memoria inundó la hagiografía y la literatura europeas desde Prudencio (de fines del siglo IV) hasta nuestros días, pasando por autores como Ambrosio de Morales, Juan de Mariana o Federico García Lorca, que le dedica el “Romance del martirio de Santa Olaya” en su Romancero gitano, lleno de impactantes imágenes, luminosas y turbias al mismo tiempo.

Referencias
Véase una información más completa y la edición de los himnos en Ángel Medina: “Los himnos del oficio ovetense de Santa Eulalia de Mérida”. Memoria Ecclesiae, XXXV, pp. 453-467. Asociación de Archiveros de la Iglesia en España, 2011.

Foto: Remate del pequeño oratorio eulaliano conocido como El Hornito, en referencia al martirio de Santa Eulalia. Mérida. Fotografía de David Medina (2015).

sábado, 5 de diciembre de 2015

La Joven Asociación de Musicología (Asturias)

 

I.
El 12 de abril de 2012 participé en la presentación de la JAM-Asturias en el Club Prensa Asturiana, del diario La Nueva España de Oviedo. Acompañé en aquella ocasión a las entonces directivas de la JAM (Diana Díaz, Begoña Velasco y Míriam Mancheño) y al director del Departamento de Hª del Arte y Musicología, Ramón Sobrino, que facilitó los medios para que la JAM pudiera reunirse y desarrollar sus actividades en las dependencias universitarias del Campus de Humanidades.
Agradecí entonces aquella invitación y, puesto que he seguido colaborando con la JAM, aprovecho esta oportunidad para extender mi gratitud a los actuales directivos  —María García (presidente), Sheila Martínez (Vicepresidente), Mario Guada (secretario) y Vera Fouter (tesorera)—, pues me siguen honrando con su confianza.
En las siguientes líneas se deja constancia de aquellas reflexiones.

II.
 Como no soy un joven musicólogo, intuyo que estoy aquí por otras razones. La primera que se me ocurre es que estoy aquí precisamente por lo contrario, pues ya habito en la edad provecta. Y también creo que de esa comunicación entre diversas generaciones de musicólogos podemos salir todos enriquecidos.
Mi admirado Ramón Barce solía hablar de dos momentos distintos en el proceso creador. Por un lado está la fase de conquista; por otro, la fase de colonización. En la primera, el compositor es beligerante, audaz, rompedor, vanguardista. En la segunda, es reposado, pragmático y no gasta energías innecesarias. Ha aprendido a cultivar la materia sonora, no sólo a dominarla casi por la fuerza.
Me parece que los jóvenes musicólogos que ahora se asocian reúnen todo el empuje propio de la juventud. Están dispuestos a conquistar sus territorios. Pero simultáneamente saben que hay que pasar a la fase de cultivo.
Y esta fase tiene que ver con la producción científica. La Musicología, si me permiten parafrasear la célebre consigna, es para quien la trabaja. No importa el lugar de procedencia intelectual del musicólogo. Lo que importa es reflexionar sobre la música del pasado y del presente, recuperar patrimonio y tratar de gestionarlo adecuadamente, contribuir desde esta parcela a que la sociedad sea más libre y más rica espiritualmente. En suma, el musicólogo ha de dejar a la sociedad sus obras en forma de libros, artículos, ediciones, trabajos de campo, etc. Además ha de promover iniciativas para el mejor conocimiento de las músicas que son objeto de su estudio, sean históricas, modernas, populares, tradicionales, etc.
Y para ello, la creación de una asociación es un buen método. Máxime si está federada con otras de su mismo formato y objetivos.

III.
Charles Fourier, socialista utópico del siglo XIX, explicó que una de las doce pasiones necesarias para alcanzar la felicidad, la armonía universal y lo que llamaba el “uniteísmo” era precisamente la pasión asociativa. Ésta nace primero con los lazos del parentesco, luego con los de la amistad y por fin mediante la corporación.
Los jóvenes musicólogos y musicólogas que ahora se presentan tienen lazos de amistad, desde luego, pero están aquí por los vínculos de la corporación, que mueve la pasión asociativa, por seguir con los términos de Fourier.
Eso quiere decir, por expresarlo llanamente, que todos los que estén flojos en pasión corporativa ya saben dónde pueden solucionar el problema y acercarse un poco más a la felicidad. De modo que espabílese todo el mundo a hacerse socio de la JAM cuanto antes.

IV.
Más allá de utopías, el simple hecho de crear una asociación ya es de por sí valioso. Nada como el desarrollo del tejido asociativo para construir una auténtica sociedad civil fuerte. Un tejido que en España sólo ahora podemos considerar razonable.
Cuando uno echa un vistazo, por ejemplo, a las asociaciones de baile que había en Madrid a mediados del siglo XIX queda sorprendido. Sólo con ellas podríamos elaborar una nutrida lista, teniendo algunas nombres tan sonoros como Guante de Oro, Terpsícore, Buen Tono o La Floreciente, entre otras que conocen muy bien mis colegas Ramón Sobrino y Encina Cortizo.
Cien años después, a mediados del siglo XX, la situación era distinta pues la propia libertad de asociación estaba muy limitada, incluso lo siguió estando con la Ley Fraga de asociaciones de 1964.
Los años de la Transición fueron decisivos en el desarrollo de un tejido asociativo musical y musicológico que fuese más allá de las sociedades corales, bandísticas o filarmónicas. De hecho, la Sociedad Española de Musicología se funda en 1977, año muy difícil en la transición hacia la democracia, y poco antes se había fundado la Sociedad Catalana de Musicología.
Y, por supuesto, los tiempos recientes han sido fructíferos para el asociacionismo musicológico, especialmente entre los jóvenes.

V.
Sólo quiero añadir dos últimas consideraciones, ahora ya sólo referidas a la Universidad de Oviedo. Primero, recordar que no venimos de la nada sino del esfuerzo pionero en el que algunos (profesores y alumnos) nos embarcamos tres décadas atrás. Y segundo, que conforta ver lo mucho que han cambiado las cosas desde entonces, lo mucho que han mejorado en medios y realizaciones. Y dado que Asturias es tierra de musicólogos, esta Asociación viene que ni pintada y constituye un paso más en el desarrollo de nuestra disciplina.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Músicos ¿discapacitados?


 
I.
Esta entrada se publica un 3 de diciembre, declarado en 1992 por la ONU "Día Internacional de las Personas con Discapacidad". Me he parado a pensar qué podría hacer la música por las personas con discapacidad (y viceversa) y así a bote pronto se me ocurren tantas cosas que darían para mucho más que una modesta entrada de blog.
De momento, el simple hecho de que, a diferencia de otros años, me haya enterado de la celebración, me hace pensar que este Día de la discapacidad de 2015 ha tenido una mayor visibilidad que en otras ocasiones. O será uno, que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo y las propias dificultades una mayor concienciación al respecto.

II.
Son muy diversos los casos donde la música y la discapacidad se entrecruzan. Me conmueven, por ejemplo, las historias de compositores que escribieron obras para intérpretes afectados por alguna limitación física. Todo el mundo conoce el Concierto para la mano izquierda de Ravel, escrito para el pianista Paul Wittgenstein, hermano por cierto del célebre filósofo Ludwig Wittgenstein.
Dicho pianista había perdido el brazo derecho en la I Guerra Mundial. Algo menos citado es que este intérprete ya había estrenado algún concierto para la mano izquierda antes del de Ravel y que siguió encargando nuevas composiciones a otros célebres compositores, como R. Strauss o B. Britten, por sólo citar a dos de los más conocidos.
Por otro lado, no se olvide que el repertorio pianístico para una sola mano no se agota con el promovido por Wittgenstein. De hecho, hay un número de obras relativamente amplio dedicado a otros intérpretes en estas circunstancias.

III.
En cuanto a discapacidades sensoriales tenemos, por un lado, la casi ancestral relación de la ceguera con la música; y, por otro, las relaciones tradicionalmente conflictivas de nuestro arte con el mundo de los sordos, si bien en este último terreno la cosa está cambiando mucho actualmente en función de novedosas investigaciones y experimentos.
No me extenderé en este segundo aspecto, pero lo cierto es que aún recuerdo con asombro la primera vez que escuché hablar de una obra de música en la que participaban sordos. Fue hacia 1980 y el que nos lo contaba era el compositor navarro Agustín González Acilu. Su Cantata semiofónica, de 1975, requiere (entre otros efectivos convencionales) un coro mixto de sordos. Las aportaciones de este coro resultan sencillamente estremecedoras y nos retrotraen de algún modo a momentos primigenios de la humanidad en su conquista del lenguaje.

IV.
Y luego está el universo de los ciegos, cuyas relaciones con la música son tan antiguas y estrechas que casi acaba uno creyendo aquello de que la merma del sentido de la vista tiene algo que ver con un mayor desarrollo del sentido del oído. La cuestión no es ésa, desde luego, y por lo demás excede mis conocimientos. Pero los muchos nombres de músicos afectados por la ceguera que me vienen a la cabeza sin demasiado esfuerzo atestiguan que el arte de los sonidos ha sido uno de los grandes compañeros de viaje de los invidentes, su consuelo y su entretenimiento, su placer y su vocación.
De Homero y los rapsodas griegos a los ciegos que recitan o cantan coplas de ídem (y que eran falsos ciegos en algunas pícaras ocasiones) no hay más que un paso. Si en la literatura y el arte de la profecía (ahí está Tiresias, por ejemplo) encuentran los ciegos —reales o legendarios— una aureola de respetabilidad y, en sentido figurado, un frondoso y aristocrático árbol genealógico, la música es su verdadera patria o, al menos, su hospitalaria tierra de asilo.
Repárese en Francisco Salinas.¿Quién no se dejaría sacar los ojos a cambio de que un Fray Luis de León le compusiese una oda como la que le dedicó a Salinas? Tómese nota de Antonio Cabezón, que deleitó al emperador Carlos V. Súmese el caso del maestro Joaquín Rodrigo y su Concierto de Aranjuez, al que el tópico de ‘universal’ no le viene grande.
Sin salir de Aragón —a título de ejemplo autonómico repetible en cualquier otra demarcación del planeta—, consignamos al organista Pablo Bruna, al tratadista Pablo Nasarrre, ambos en la Edad Moderna, y al magnífico compositor Juan Briz, que vivió su corta vida ya en la Edad de la ONCE y de cuya música escribí con entusiasmo tiempo atrás.
Si no nos limitamos a las altas esferas del arte académico, la relación de ciegos músicos es como para hacer una tesis, si es que no se ha hecho ya. Lo que sí se hizo y me complace citarlo es un documentado estudio titulado Historia de la enseñanza musical para ciegos en España: 1830-1938, firmado por Esther Burgos (Madrid, ONCE, 2004).
Stevie Wonder (“si bebes no conduzcas”, aconsejaba en un anuncio recordable) y José Feliciano (¡cuánto me gustaba escuchar aquello de  “Pueblo mío que estás en la colina…”!) son dos muestras americanas, para que se sepa que el asunto es global. ¿Y qué me dicen de de la Niña de la Puebla, madre de todos los campanilleros de Andalucía,  o de Andrea Bocelli, o bien del compositor alicantino Rafael Rodríguez Albert? El listado podría adquirir dimensiones fabulosas y no sería difícil que, si los ponemos a todos en orden alfabético, hubiese que conceder el último lugar al inefable Serafín Zubiri, el del albo piano.
Y para que no se canse la vista el amable lector que haya llegado hasta aquí, pongo punto final, solidarizándome desde este rincón de la Red con el Día Internacional de las Personas con Discapacidad.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Erratas



Hubo un grupo de música que se llamaba Fe de Ratas. Y la verdad es que hay que tener fe de ratas —y esperanza y caridad— para creer que el ser humano, en el estadio actual de su evolución, puede vencer a las erratas de imprenta. Ni siquiera nos consuela esa carilla que se imprime al final del libro o en hoja suelta —la fe de erratas— porque sabemos que no pasa de ser un parche.
Como a lo largo de mi vida no he parado de escribir en medios muy diversos, he llegado a acumular una serie numerosa de erratas. Hubo un tiempo en que me indignaban, pero desde hace años las asumo con tranquilidad, como las arrugas que impone el paso del tiempo.
Hay erratas que tienen que ver conmigo, pero de las que no soy su autor ni puedo considerarme culpable porque no estuvo en mi mano evitarlas. Ahí van unos ejemplos.
Con motivo de una conferencia que iba a pronunciar sobre Joaquín Turina en el centenario de su nacimiento (en 1982), el periódico La Voz de Asturias de Oviedo insertó un anuncio, en el peor estilo del pareado, donde se decía que Medina iba a dar una conferenciar taurina. Eso sí, la hora y el sitio estaban bien indicados. En otros medios la información era enteramente correcta. Comencé mi intervención aludiendo a dicha errata, pero animé a quedarse a los que pudiesen haber venido por el reclamo taurino, pues una de las audiciones previstas era un pasaje de La oración del torero. Los duendes de la imprenta se vengaban así de los atrevimientos críticos que yo me había permitido cuando colaboraba en dicho diario.
La maldición me persiguió hasta muchos años después. El Museo Arqueológico de Oviedo organizaba unas visitas guiadas de sus fondos y me pidieron que preparase una charla sobre las zanfonas que en él se conservaban. El Comercio (5 de abril de 1997, edición de Oviedo) anunció mi intervención diciendo que Ángel Medina iba a disertar sobre la zambomba, instrumento dignísimo pero del que no sería uno capaz de hablar con demasiado entusiasmo ni conocimiento de causa. Me imagino a mis alumnos o a aquellos de mis conocidos que sólo tuviesen información a través de este periódico pensando en que mi cerebro estaba ya al mismo nivel neuronal de una zambomba.
Lo cierto es que me animé a preguntar a los asistentes y nadie venía confundido.
Por esas mismas fechas aparecí en un folleto como "el catedrático de musicología Emilio Medina", curioso híbrido entre Emilio Casares y Ángel Medina que ni siquiera la veterana amistad de ambos había sido capaz de producir hasta el momento.

domingo, 22 de noviembre de 2015

La isla Sonante

 
I.
Asombra la erudición, cultura clásica y bíblica de Rabelais. El lector ve que está creando la gran lengua francesa, por más que ya hubiese existido Villon o que fuese coetáneo de Du Bellay. Y su espíritu crítico es único: jueces, médicos, papimanos (papistas), monjes glotones, todos están en su punto de mira.
Además de los lances que viven los personajes de su Gargantúa y Pantagruel, no hay tema del momento que no salga a relucir de alguna manera: el erasmismo, la lentitud de la justicia (que no es cosa de ahora), la ceguera de los censores de La Sorbona —sorbonícolas o “doctores cum fraude” les llama—, la rivalidad entre Francisco I y Carlos I, los ideales del príncipe cristiano, las supersticiones, etc.
Y luego no hay obscenidad que no aparezca, ni imagen escatológica que no se presente con todo detalle: beber, comer, defecar y “jugar al animal de dos lomos” son asuntos centrales en la obra.
Es un libro para lectores con gusto por la erudición. Lo cierto es que todas las cosas que uno ha ido aprendiendo a lo largo de los años resultan muy oportunos en el empeño de llegar a ser un lector aceptable de esta obra magna, algo que ya había intentado (sin conseguirlo) en anteriores ocasiones.
La admirable traducción manejada —con un gran estudio preliminar y los útiles comentarios previos a los capítulos— ha sido fundamental a la hora de llegar a este entusiasmo de lector más que satisfecho. Merece la pena citar la referencia completa:
François Rabelais: Gargantúa y Pantagruel, Barcelona, Ed. Acantilado, 2011, 1505 p., introducción de Guy Demerson y traducción de Gabriel Hormaechea).

II.
Si bien mi particular aprovechamiento de esta lectura camina por muy diversos derroteros, no me resisto (dado el perfil de este blog) a seleccionar un detalle musical o simplemente sonoro —de entre los muchos posibles— que me parece bastante llamativo.
Hay que tener en cuenta que cuando se describe la educación de Gargantúa —puesta en manos de sofistas y otros pedagogos—, no se olvida Rabelais de incluir la música. Gargantúa canta piezas a cuatro y cinco voces, realiza variaciones y toca un puñado de instrumentos, pues esta familia de gigantes todo lo hace a lo grande: “el laud, la espineta, el arpa, la flauta travesera y la de nueve agujeros, y el trombón” (I, XXIII).
Rabelais conoce muy bien la música de su tiempo y a veces ensarta nombres de compositores en apabullantes listados. Mas no se queda en el lado académico de la música sino que se revela como un excelente constructor de paisajes sonoros mediante la palabra. Su literatura está llena de sugerencias acústicas, de alusiones, de descripciones que nos entran por la vista y por el oído. Quizá el caso más notable sea el de la isla Sonante.
Los territorios insulares han atraído siempre la imaginación de los pueblos y de los fabuladores de todos los tiempos. Hay islas afortunadas, islas para la utopía, islas donde habita el horror, islas para tesoros y robinsones y otras muchas a cual más singular. El propio Rabelais proporciona un selecto abanico de estas ficciones.
Cuando Pantagruel y sus amigos llegan a la isla Sonante (V, I) se sorprenden por el “ruido” incansable de las campanas, semejante al que se escucha en las fiestas mayores de París y otros lugares, con campanas grandes, medianas y pequeñas que repican a la vez. Parece que este sonido es sumamente molesto y gratuito, lo que encaja con anteriores críticas del autor a las campanas, algo que siglos después harán los ilustrados por razones bastante más claras y no del todo distintas.
Visto desde otro punto de vista, este ambiente ensordecedor no deja de ser un adecuado preludio para presentar una isla sumamente rara, donde se agasaja a los invitados con ayuno y donde los seres que la pueblan son humanos caracterizados como aves y con nombres apropiados para la invectiva contra ciertos estamentos del clero.

III
Rabelais recurre a su erudición para denunciar ese ruido tremendo y repetitivo, que lógicamente aumenta al aproximarse a tierra.
Primero lo compara con los calderos de Dodona, por lo que el lector ha de recordar a Estrabón o a otros autores antiguos a fin entender que se trata unos vasos de bronce interconectados que había en el santuario de Dodona y que, precisamente por estar en contacto, expandían el sonido y constituían un medio de adivinación para los sacerdotes.
Acto seguido coteja el estrépito de las campanas con el Pórtico Heptafónico de Olimpia. Ello significa que, como quien no quiere la cosa, está obligando al lector a pensar en Plinio el Viejo o en Plutarco (a los que no cita, naturalmente) pues en esos autores se encuentran mencionados sendos pórticos (el de Olimpia en el caso de Plutarco) que por su estructura arquitectónica multiplicaban la voz hasta siete veces. Y si el eco ordinario ya es de por sí portentoso y alimenta muchas leyendas populares, este eco múltiple no deja de introducir un punto de tensión a la hora de ir conformando en nuestra imaginación el panorama acústico la isla Sonante.
La tercera comparación, para seguir introduciendo al lector en el incesante sonar de la isla, evoca un sonido que actuaría como un telón de fondo bajo la barahúnda percutiva ya descrita. Este sonido sugiere un bordón, acaso como el derivado en el plano real de la narración de las resonancias y armónicos de las campanas. Se trata del sonido que, según la tradición, salía del conocido como “coloso de Memnón”, en Tebas de Egipto.
Aunque las dos monumentales estatuas de este complejo palaciego representaban al faraón, la leyenda fue asimilando una de ellas a un valiente hijo de la Aurora que se había ido a ayudar a los troyanos y que moriría a manos de Aquiles. Un terremoto fracturó esta estatua en el año 27 y parece ser que la piedra crujía y sonaba al pasar del frío de la noche al tibio abrazo de la Aurora. Se interpretó, pues, que ese sonido de la piedra en la estatua con fisuras era el lamento del valiente Memnón y sonaba sólo cuando su madre, la Aurora, lo consolaba al despertar el día.
El cuarto elemento de ambientación acústica es casi pavoroso. El editor, que ha dado referencias orientativas sobre todo lo anterior en la presentación del capítulo, considera que la leyenda de la tumba de la isla de Lípari “es una alusión que permanece oscura”. Sin embargo, figura en Filosofía oculta del alquimista Cornelio Agrippa (que a su vez cita a Aristóteles) con bastante detalle. Alude Agrippa a címbalos, crótalos, risas, extraños rumores y otros sonidos.




Nadie iba a esa tumba de noche. Pero ocurrió que un joven acabó durmiendo la borrachera en la cueva de dicha tumba. Lo encontraron a los tres días. Y justo cuando le estaban haciendo el funeral (pues seguía como muerto) se despertó y contó con mucho detalle los prodigios que había visto y oído en ese trance.
Pero tal vez la maestría de Rabelais se manifieste con mayor fuerza aún en las líneas que siguen a las alusiones clásicas, pues en ellas abunda en su sátira en términos mucho más directos y coloquiales.
Para tal fin vuelve a presentar un elemento sonoro a modo de continuum, que en este caso es un enjambre de abejas que parece querer escaparse, al lado de otros componentes percutivos realizados con un instrumental procedente del ajuar doméstico. Pues, como en ciertas obras experimentales de las vanguardias, o, si se prefiere, en una cacerolada reivindicativa, o mejor aún en una cencerrada (que sería lo que Rabelais pudo haber tomado como modelo), el vecindario organiza un notable “barullo de sartenes, calderos, barreños y címbalos coribánticos de Cibeles”.
 “Escuchemos” —propone Pantagruel.
Pero al lector avisado le sobra el consejo, pues ya lleva escuchando desde varios párrafos atrás.