miércoles, 14 de octubre de 2015

Nostalgias musicales (1). Jacobo de Lieja.

 I.
La vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia responde escuetamente al ser interrogada sobre la voz “nostalgia”. Por un lado, la define como “Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”. Por otro, como “Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Ambas acepciones sirven sobradamente como punto de partida; y desde Ulises para acá podrían ser suscritas por muchos.
La nostalgia está asociada a sentimientos de pena y de tristeza, incluso de dolor por una ausencia que resulta aparentemente irremediable, si bien en algunas ocasiones queda abierta una fisura para la esperanza, para la devolución de ese bien, para el reencuentro con patria, deudos, amigos y dichas perdidas, por usar los mismos términos del Diccionario.
Los sentimientos de ausencia forman parte de las propias experiencias vitales. Es muy habitual, por ejemplo, sentir nostalgia de la juventud. Y nada más lógico que esa nostalgia cristalice con la audición o el recuerdo de las músicas que nos acompañaron en esos años. Aquellas músicas fueron realmente nuestras amigas, nuestra familia y pueden ser ahora nuestra añorada Ítaca. No extraña que, lejanas en el tiempo y en algunos casos imposibles de recuperar, duela su recuerdo y su pérdida.

II
La nostalgia de otros tiempos y de otras músicas suele ir asociada a la crítica de la realidad del momento. Pocos autores lo han expresado como el tratadista Jacobo de Lieja, que vivió a caballo de los siglos XIII y XIV. Sus vivencias de juventud nos lo sitúan en París, en plena eclosión del Ars Antiqua, pero cuando escribe el monumental Speculum Musicae ya han sobrevenido los nuevos modos del Ars Nova. No le gustan a Jacobo de Lieja esos cantos del primer cuarto del siglo XIV, llenos de sutilezas rítmicas y fragmentaciones, que considera lascivos, ni esos cantores “que aúllan y ladran como perros”.
Mas Jacobo de Lieja, nostálgico de los motetes franconianos, capaces con pocas voces y pocas figuras de trasmitir incomparable hondura, sabe que la batalla está perdida: “Yo pertenezco al número de los antiguos que algunos de aquellos llaman burdos; yo soy viejo, ellos son agudos y jóvenes; aquellos que yo defiendo están muertos, viven aquellos contra los cuales yo disputo”.
El tratadista se sabe habitante del pasado, obligado a luchar contra una realidad emergente con el único recurso de sus fantasmas, de sus amigos muertos, de unos argumentos que ya nadie quiere ponderar. Ha perdido la batalla, pero en el fondo de su alma —cabría conjeturar—le queda la certeza de haber vivido unos tiempos sin parangón, como un privilegio que les está vedado a los alocados partidarios de la modernidad.

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