jueves, 21 de abril de 2016

El sobrino de Rameau, instrumentista del aire

Ya en los años 90 del pasado siglo estaba relativamente extendida la práctica de la air guitar (guitarra de aire) y desde entonces esa modalidad interpretativa no paró de crecer, especialmente a través de diversos concursos internacionales.
Tocar la guitarra de aire consiste en imitar los gestos de un guitarrista que se halla en el trance de ejecutar una pieza y particularmente un solo de dicho instrumento. O sea, hacer como que se está tocando dicho pasaje (que suena por los altavoces de la sala), pero sin guitarra. De manera que entre las manos no tiene nada, excepto el aire. Claro que los dedos, los brazos, las contorsiones corporales y los propios atuendos nos hacen pensar que estamos ante Jimmy Hendrix, Eric Clapton o Slash, por citar sólo a algunos monstruos de la guitarra eléctrica que guardo en mi memoria.
Hay verdaderos prodigios en esta disciplina, que va bastante más allá de un simple entretenimiento y que cabe analizar, al menos en parte, con criterios aplicables a las artes performativas. Es una especie de particular karaoke —si se me permite la licencia— donde el intérprete se desenvuelve en el plano visual/espacial en tanto que lo sonoro procede al completo de la grabación correspondiente. Con el paso del tiempo esta práctica se trasladó de la guitarra a otros instrumentos, pero siempre bajo los mismos principios: sólo gestos con el aire entre las manos.
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Viendo a uno de estos guitarristas sin guitarra me vinieron a la cabeza dos escenas de El sobrino de Rameau, de Denis Diderot. No trato de ser original sino tan sólo de comentar la asociación sobrevenida.
Como se sabe, este curioso diálogo del filósofo francés ofrece diversas y valiosas menciones a la música —lo que ya podría intuirse por el título—, mas no constituyen el núcleo central de la obra, basada en un personaje al que el ilustrado dota de rasgos extremos y contradictorios.
El caso es que este sobrino del relato es una especie de cínico bufón, que pone en solfa a la sociedad parisina de la época y que dice verdades como puños al tiempo que reconoce sin rubor que es una persona deleznable a casi todos los niveles. Sólo en el arte de la maldad cree rozar lo sublime.
El ilustrado Diderot aprovecha para lanzar sus dardos contra el tío de este impresentable sobrino, es decir, contra el compositor Jean-Phillipe Rameau. Toda esta crítica se enmarca en la polémica acerca del italianismo en el seno de la propia vida musical francesa, lo que se toca a fondo al final del diálogo.
El sobrino de Rameau presenta dotes histriónicas desde el comienzo de la obra. Hay un momento en que el narrador (Yo, que viene a ser Diderot) le sugiere al pícaro (Él) que pida perdón a una familia que le ha retirado su apoyo. Y a medida que Diderot va indicando los pasos a seguir, vemos al sobrino representar lo que se le dice, incluso tirándose al suelo en actitud de besar los pies de la dama ofendida.
En esa línea, pero varios escalones más arriba en cuanto a labor actoral, destaca la interpretación que realiza el sobrino de Rameau sobre dos instrumentos: el violín y el clave. Ambos de aire, naturalmente (pp-89-91 de la edición citada al final).
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Antes de tocar el imaginario violín, el sobrino procede a doblar los dedos, a estirarlos y a ponerlos a punto en medio de grandes crujidos de las articulaciones. A continuación se coloca en posición de tocar. Tararea algo de Locatelli. Empieza la sesión: “Su brazo derecho imita el movimiento del arco, su mano izquierda y sus dedos parecen pasearse a lo largo del mango”.
Hasta aquí nada de particular. Pero de inmediato se deslizan algunos matices que muestran la habilidad y conocimiento de Diderot para ofrecer al lector unas imágenes muy plásticas y detallistas de la práctica violinista en este concierto de violín sin violín.
Aunque más que un concierto parece que se trata de un ensayo, pues se producen fallos (y esto no deja de ser una genial humorada) que se apresta a corregir el tunante: “si da un tono falso se detiene; tensa o afloja la cuerda; la pellizca con la uña para asegurarse de que está afinada; inicia de nuevo el pasaje donde lo dejó”.
La representación no estaría lograda si no hubiese también algo de movimiento corporal. Un violinista con un mínimo de sangre en las venas se inclina, se yergue, cambia los pies de sitio, se agita en plena comunión con la música que interpreta. Y Rameau (sobrino) no iba a ser menos: “Marca el compás con el pie, agita la cabeza, los pies, las manos, los brazos, el cuerpo”. Y dice Diderot que lo hacía como los virtuosos de la época (Ferrari, Chiabran), “con las mismas convulsiones, ofreciéndome la imagen del mismo suplicio y causándome casi la misma pena”.
De forma que tras los movimientos de brazos, dedos y del cuerpo en general se alcanza una dimensión superior donde la propia cara refleja las mismísimas pasiones del alma. El proteico sobrino pasa rápidamente de aquella expresión torturada a otra de éxtasis cuando interpreta un lento y armonioso pasaje en dobles cuerdas. “Y es seguro —apunta Diderot— que sus acordes resonaban tanto en sus oídos como en los míos”.
Finalmente el músico, en pose muy profesional, coloca el instrumento bajo el brazo izquierdo y deja que el arco prolongue la línea descendente de la mano derecha. Y después saluda.
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Aún sudoroso se pasa al clave y realiza una pantomima semejante. “Las pasiones —anota el narrador— se sucedían en su rostro. Se distinguían la ternura, la cólera, el dolor. Se apreciaban los piano y los forte”. La imitación era tan perfecta, apunta el ilustrado, que un entendido podría incluso reconocer la obra interpretada.
Al final del diálogo hay un apoteosis en la que se convierte en un hombre orquesta, cantando arias e imitando el sonido de los instrumentos de la orquesta, pero eso es otra historia.
¿Qué más se puede pedir? Y bien mirado ¿no haría este sobrino zascandil un buen papel en cualquier concurso de “air violin” o de “air harpsichord”? La pena es que su arte se desarrolló hace más de doscientos años. Y, claro, antes le tomaron por loco que por un profeta de las futuras prácticas performativas.
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Nota crítica: la traducción manejada (Cátedra, 1985) parece cuidada en general. Sin embargo, hay expresiones musicales mejorables. En la zona que estamos citando (exactamente en la p. 91) se alude al “tritón”, cuando habría que decir “tritono”, como saben cualquier músico y la RAE, pues el tritón es un anfibio o una deidad marina, pero no un intervalo. La llamada en algunos tratados “quinta superflua” está mal explicada en la nota al pie. Todavía en la misma página, los “fragmentos inarmónicos” han de ser “enarmónicos”, con “e” (enharmoniques” en el original) y la nota al pie tampoco es adecuada. Hay otras ediciones en castellano —al menos una anterior y otra posterior—, pero dejo al curioso lector que prosiga, si le place, con estas indagaciones sobre el siempre delicado campo de la traducción. Por hoy basta con lo dicho.

Referencia
Denis Diderot: El sobrino de Rameau. Madrid, Ed. Cátedra. Letras Universales, 1985, Ed. de Carmen Roig, traducción de Dolores Grimau, 165 p.

Ilustración 
Lámina de L´Encyclopédie (fragmento), de Diderot y D´Alembert

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