jueves, 5 de mayo de 2016

La historia de Pigmalión y de la que sólo mucho más tarde será llamada Galatea tiene su fuente principal en Ovidio y es muy conocida. El escultor se enamora de su estatua, acude a las fiestas de Afrodita y le pide a la diosa que su obra cobre vida. Cuando regresa, el milagro sucede y el artista lo ratifica tomándole el pulso a su creación. El marfil se ha convertido en carne y hueso. Lo del pulso arterial —los “ritmos musicales del pulso”, como diría Censorino— pasa a ser una constante en ciertas líneas del pensamiento posterior. Pero no seguiré por ese lado.
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Como se sabe, esta bella historia circuló también en otras épocas y en otras lenguas con diversas variaciones. Así, la copiosa aportación de Jean de Meun al célebre Roman de la Rose, escrito en langue d´oil en el tercio postrero del siglo XIII, incluye el episodio de Pigmalión, cuya unidad y autonomía han sido destacadas por el profesor Luis Cortés Vázquez.
La versión de Jean de Meun sigue a Ovidio, pero, como insiste el estudioso citado, entre otros, la amplifica enormemente, en el sentido de la amplificatio de la retórica y no simplemente queriendo decir que se trata de una redacción más prolija en detalles. Se presenta a un escultor enamorado que dota a su estatua de un completísimo ajuar, propio de una reina, a la que deleita, por otra parte, con cantos, bailes y con un generoso desfile de instrumentos musicales que él mismo tañe, como si fuese tan buen músico como escultor.
Pigmalión empieza por entonar cantares profanos y deja bien sentado que no quiere jerarquías eclesiásticas en sus esponsales. Acto seguido irrumpe la ronda de instrumentos, que toca, al decir del poeta, con maestría mayor que la de Anfión de Tebas. Como es sabido, Anfión tocaba la lira con tanta destreza que hacía volar piedras y sillares hasta dejarlos convenientemente ubicados en la muralla que se estaba construyendo en Tebas. Ambos son, por tanto, ‘señores de la piedra’.
Luego salen a relucir arpas, gigas, rabeles, guitarras, laúdes, relojes de carillón que suenan por las diversas estancias, órganos que se transportan con una sola mano, címbalos, zampoñas, caramillos, tambores, flautas, sonajas, cítolas, trompas, odrecillos, salterios, vihuelas, cornamusa y gaitas de Cornualles, en total veinte instrumentos distintos que, menos una vez (la cornamusa), cita siempre en plural, acaso como símbolo de una magnificencia que parecería más propia de Pigmalión rey de Chipre, cuya historia es parecida aunque con muchos matices que no vienen al caso aquí.

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Por fin, Pigmalión baila solo y luego con ella. El editor y traductor de este texto al español dedica amplio comentario a todo este pasaje. Alude a enumeraciones anteriores y posteriores de instrumentos en la literatura medieval, entre ellas las que figuran en el Libro de Alexandre, en el Poema de Alfonso XI o en el Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita. Se refiere también a una larga relación de instrumentos de Guillaume de Machaut, el más grande compositor del siglo XIV. Y ello nos recuerda que el citado Machaut compara a su dama, en la balada 115 (“Je puis trop bien ma dame comparer”), con la estatua de Pigmalión antes de ser animada, por lo fría y poco complaciente que se muestra, acaso en la primera composición musical de autor relacionada de algún modo con este mito.
Además de los cantos profanos del principio y de los instrumentos múltiples que hace comparecer, probablemente para acompañarle o, en el caso de instrumentos en los que acompañarse a sí mismo no es posible —como la flauta— para tocar de manera autónoma, Jean de Meun describe la estructura de un típico motete de la segunda mitad del siglo XIII. Podemos encontrar esta forma musical, por ejemplo, en el códice de Montpellier, con su triplum (triple), motete y tenor. Se trata de tres voces que habrían de sonar simultáneas pero que Pigmalión (pues está solo) ha de hacer consecutivamente con el apoyo del órgano portátil antes citado. La lectura del elemento musical de este pasaje por parte de uno de los más brillantes analistas de la historia de Pigmalión, Victor I. Stoichita, tampoco entra en demasiados detalles.
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La riqueza de referencias musicales de este episodio de Le Roman de la Rose muestra a un autor absolutamente al día de lo que se hacía musicalmente en su época, incluyendo los repertorios más significativos, cual es el profano del momento. Éste no podía ser otro que el de los trovadores y troveros y ha de verse aquí no sólo (según apunta Stoichita) como parodia (que lo es) de un género sacro —innecesaria en el fondo en un texto explícitamente irreverente—, sino también como una ofrenda amatoria con la técnica propia del momento en este género de música.
Lo mismo cabe decir sobre el uso del motete, detalle absolutamente elegante por parte de Jean de Meun, por cuanto el motete (en este caso se supone que con textos amorosos, lo que tampoco implica ninguna parodia pues es del todo ordinario en las fuentes) es el máximo exponente de la música académica del momento, un género que, con su simultaneidad de textos distintos, requiere un auditorio en la élite de la cultura de fines del XIII.
Jean de Meun, tras las largas amplificaciones de los versos dedicados a describir las joyas y prendas con que agasaja a Galatea, los cantos y sones con que la venera, lleva a Pigmalión, siguiendo el guión ovidiano, a implorar el prodigio a Venus (a Santa Venus, nada menos, por ser más exactos) y pronto vemos que Pigmalión retorna ansioso y esperanzado a su casa para descubrir que Galatea “está viva y es carnosa”.
Por fin, confluyendo con Ovidio, nos ofrece su animada visión de la estatua nacida a la vida con la concluyente prueba del pulso: “el sant les os et sant les vaines, qui de sanc ierent toutes plaines, et le pous debatre et mouvoir”. que Cortés Vázquez traduce con finura: “y siente en ella hueso y siente venas que ya todas de sangre estaban llenas y ve que el pulso se debate y mueve”.
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La estatua que Jean de Meun nos había presentado, al principio del episodio, como “sorda y muda / que no palpita ni mostró meneo”, se anima para siempre. Venus ha sido decisiva, naturalmente, pero la soledad de Pigmalión, su deseo, su paroxismo (cantando, tocando y bailando por las vacías estancias de su casa, taller o casi palacio) no podían dejar de quedar sin efecto.

Referencias
Información más completa sobre el asunto en Angel Medina: “Las venas de Galatea: de la música humana a la cámara anecoica”. Quintana, 7, pp. 113-131. Dpto. de Hª del Arte. Universidad de Santiago de Compostela, 2009.
Luis Cortés Vázquez: El episodio de Pigmalión del Roman de la Rose. Ética y estética de Jean de Meun. Traducción española y estudio. Salamanca, Ed. Universidad de Salamanca,1980,
Victor I. Stoichita: Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock. Madrid, Ediciones Siruela, Biblioteca de Ensayo, 47, 2006.

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