viernes, 27 de mayo de 2016

La Universidad de Salamanca tuvo el honor de contar entre sus catedráticos con Francisco de Salinas, uno de los más grandes tratadistas de música del Renacimiento. También formó parte de aquel mismo claustro otro hombre de espíritu, capaz de perfilar en versos inmortales la grandeza del arte musical de su amigo Salinas: fray Luis de León.
El poeta consigue describir en su célebre Oda toda la teoría de las tres músicas que se venía repitiendo desde Boecio, al lado de la teoría platónica del “ethos”, el neoplatonismo y el pensamiento numérico-musical de cuño pitagórico, todo lo cual se explicaba en las cátedras universitarias de música de ese momento.
Y aunque citemos a Boecio, de quien el propio Salinas decía que “siempre está en boca de todos los músicos”, no hay que olvidarse de la importancia que algunos estudiosos otorgan al Comentario al sueño de Escipión, de Macrobio, como fuente de ciertas ideas de la oda.
Pero —y ahí está otro de sus logros— no sólo se sirve de dichos elementos en las hermosas diez liras de la oda sino que las enriquece con un perfume y unas ideas que participan (aunque quizá sólo de manera muy matizada y parcial) del entusiasmo místico que se vivía por entonces en ciertas vertientes de la vida y de la literatura españolas.
Así que después de haber presentado en otra entrada el descenso del alma según Quintiliano, con su proceso de materialización, añoranza del paraíso y ciertos detalles musicales, cierro esta terna con el viaje de regreso —si bien no permanente— al origen celeste del alma a partir de la música.
***

Comienza fray Luis situando la interpretación musical de Salinas en un ambiente sereno y luminoso. Ginés Torres Salinas analizó la estética neoplátónica de la luz en estos precisos versos. Y uno quiere también imaginar que fray Luis alude a esa luz que le faltaba al músico en sus ojos y le sobraba en su música.

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada

El alma reacciona de inmediato a ese sonido musical. Le trae noticias de su origen, que es divino, lo mismo que la propia música de Salinas:

A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Pero al llegar a la siguiente estrofa encontramos un estadio intermedio, una pequeña marcha atrás. O, dicho de otro modo, un recrearse en el proceso que llevará al alma de regreso a su celeste origen a través de la música. Para ello, fray Luis traza un eficaz diagnóstico de los efectos de la música de Salinas en el ser humano.
La clave es que el alma “se conoce” en esa música, o sea, se reconoce en ella con todas las connotaciones de recuperación de la memoria perdida y de regreso a su origen divino. Lógicamente, ese encuentro entre el alma y la música no puede dejar de afectar a la caracterización moral del oyente. El cual mejora su propia condición, despreciando las perecederas riquezas y preparándose, libre de esas ataduras materiales, para proseguir el ascenso y el retorno:

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Estos versos que acabamos de comentar pueden verse como una adaptación de la clásica teoría del “ethos”, es decir, del valor moral de la música, siguiendo la estela de Platón y tantos otros.. De modo que hemos partido de una música que realmente suena (la que está tocando Salinas, que es la tercera en categoría), pero que al ser percibida por el oyente actúa con un efecto beneficioso en el plano del “ethos”, como es propio de la música “humana”, que representa el segundo nivel de las tres músicas boecianas. Y se sobreentiende que ese equilibrio benéfico se ha de dar no sólo en el plano anímico sino también en el físico, entre el alma y el cuerpo.
Pero este viaje no ha hecho más que empezar, pues ahora el alma recorre en un par de versos las esferas celestiales hasta llegar al punto donde suena la primera y más elevada música, la música de los mundos, música sin principio ni fin y raíz de cualquier otra:

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

La visión boeciana concluiría con la música de las esferas, pero en el Renacimiento todo este andamiaje teórico estaba plenamente cristianizado y por ello, el alma ha de encontrarse no sólo inmersa en la música celestial sino cara a cara ante una divinidad, en este caso presentada como “gran maestro”, como el supremo músico cuya cítara es el propio universo.
Es conocido que cierto grabado de un tratado de Gaffurio (de finales del siglo XV) representa a Apolo con las musas organizando la música cósmica y que el mismo fue señalado como fuente de la célebre estrofa. Una imagen aún más clara de esta idea puede verse en el tratado Utriusque cosmi…, del médico y alquimista Robert Fludd, editado a principios del XVII. La mano de Dios mueve el universo. Y sabemos que es la mano del Dios cristiano porque en otros grabados de la obra se hace mención expresa de Él y figuran los coros celestiales de tronos, querubines, dominaciones, principados y demás seres angélicos. 


Dicho sea de paso, la estrofa del “gran maestro” no aparece en todas las fuentes de manuscritos y ediciones, así que han corrido ríos de tinta sobre ella. Incluso ha sido considerada una interpolación, pero resulta mucho más convincente la idea de un sector de la crítica literaria de que dicha estrofa es un tanto vidriosa y bordea la heterodoxia, de ahí su no presencia en ciertas fuentes.

Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado

La perfección de esa música celestial puede muy bien asociarse a la perfección de los propios números, situándose entonces el poeta en la tradición pitagórica:

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
mezclan una dulcísima armonía.

Lo más interesante es que el alma responde a tales estímulos, a esos números que parecen regir el orden cósmico, iniciándose un diálogo —y casi se intuyen pasajes musicales donde una voz replica a otra en estilo imitativo—, entre lo que los teóricos llamaban el microcosmos (sede de la música humana) y el macrocosmos (donde suena la música de las esferas), semejante al que ya se había dado, como vimos, en los escalones inferiores del neoplatónico ascenso, es decir, entre la música “instrumental” —la que realmente suena y es el detonante para el recuerdo y el ascenso— y la música “humana”.
La siguiente lira muestra el momento de la llegada, recreada con imágenes de plenitud, anegamiento y estabilidad. El término “accidente” podría vincularse a un detalle musical. Niega el poeta cualquier atisbo de accidente en aquel éxtasis: al fin y al cabo el vocablo “accidente” tiene un par de significados musicales en aquella época y equivale a alteración, bien de la altura del sonido (un sostenido, por ejemplo), bien de la duración de una nota en la teoría de la perfección y la imperfección de la notación proporcional del momento. De modo que la raigambre aristotélica del término viene muy bien para lo que quiere decir el poeta pues le añade ese guiño musical.
Del mismo modo, podría verse una segunda y sutil alusión a la música en el concepto de “peregrino”. En efecto, existe el tono peregrino, que Cerone (1613) cita y llamará también “irregular” o “mixto” y que, naturalmente, como todo lo “extraño” también habría de ser excluido como banda sonora de este momento culminante de suprema paz..

Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y, finalmente,
en él ansí se anega
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente.

El poeta se recrea en esta plenitud, aunque ya se apunta que el alma habrá que emprender muy pronto el camino de vuelta, que es un descenso al destierro:

¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!

Invoca el poeta a sus amigos —y atención, porque el tema de la amistad lo colocan algunos autores como eje central— para que se animen a participar de este supremo bien, al que ya ha demostrado que se puede acceder partiendo de la música de Salinas y despojándose de las miserias humanas.

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

En la conclusión de la oda se insiste en esta idea, ahora de forma más explícita. Se menciona a Salinas (en clara simetría con el comienzo) ratificando que la música del organista ciego nos eleva y nos lleva a desentendernos de las cosas que no conducen a esta alta meta. Todo se desarrolla en clave neoplatónica, desde la material a lo inmaterial, desde lo sensorial a lo espiritual, gradualmente, desde la realidad hasta lo divino, que como en los clásicos, no sólo es bello sino también bueno:

¡Oh! suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos.

Ref.: De entre las innumerables publicaciones referidas a esta oda, realizadas principalmente desde la filosofía, la estética y la literatura, recogemos un par de ellas.
Audrey Lumsden Kouvel: “El gran citarista del cielo: el concepto renacentista de la ‘música mundana’ en la ‘Oda a Francisco de Salinas’ de Fray Luis de León”. AIH. Actas VIII, 1983. Disponible en Centro Virtual Cervantes.
Ginés Torres Salinas: “Luz no usada y música estremada: poética neoplatónica de la luz en la Oda a Francisco de Salinas, de fray Luis de León” , Castilla. Estudios de Literatura, 4 (2013): 93-136. https://dialnet

Ilustraciones: Grabado de la Practica Musice, de Gaffurio, Milán, 1496. Fludd: Utriusque cosmi..., 1617 y ss..
 

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