jueves, 27 de octubre de 2016

La abuela vihuela, de Noemí G. Sagüillo

La vihuela es uno de los grandes instrumentos históricos de España, como el laúd lo es de Francia o la espineta, a su vez, de Inglaterra. Su historia se mezcla muchas veces con la de la guitarra española, pero lo cierto es que la vihuela, en su acepción actual, es el cordófono que autores como Narváez, Fuenllana o Mudarra, entre otros, llevaron a la cima en el Renacimiento español, a través de una serie de libros para su enseñanza que conforman un repertorio del máximo valor patrimonial.
Sin embargo, pese a semejante pedigrí, la vihuela no cuenta con una afición tan amplia como se merecería. No está mal recordar, a este respecto, que las ediciones de los vihuelistas alcanzaban en el siglo XVI tiradas de más de 1000 ejemplares, según documentación aportada por estudiosos como el hispanista australiano John Griffiths. Eso significa que había un público consumidor de estas obras, nutrido por una creciente burguesía que imitaba en su ocio los usos que se prescribían para los príncipes y los nobles.
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Con el ánimo de aumentar la afición a la vihuela, Noemí González Sagüillo ha desarrollado una serie de iniciativas que culminan —aunque no concluyen— con la publicación del libro que traigo hoy a este blog.
La avilesina Noemí González Sagüillo es guitarrista, vihuelista y profesora de estos instrumentos en la Escuela Municipal de Música “Miguel Barrosa” de Carreño (Asturias). La conocí cuando cursaba Musicología en la Universidad de Oviedo a mediados de la pasada década. Estaba muy interesada en las clases de paleografía musical y, en particular, en las pocas sesiones que pude dedicar a las tablaturas.
Relacionarse con violeros como Carlos Ardura, así como con destacados intérpretes de vihuela (principalmente Alfred Fernández y Ariel Abramovich) han sido puntos clave en su formación. También lo es haberse integrado activamente en la Sociedad de la Vihuela (editora del libro) o trabajar con su grupo de música antigua. Todo ello la ha hecho crecer en el plano humano y profesional. Por otro lado, sus cualidades pedagógicas han hecho el resto. En este último aspecto no ha de olvidarse el nombre de Pascale Boquet, laudista y pedagoga francesa.
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Noemí G. Sagüillo publica ahora un singular libro que, dicho de una manera muy elemental, puede ser descrito como un manual de vihuela para niños. Ciertamente es eso, pero también mucho más. Lo es porque ofrece a los posibles usuarios del mismo un producto útil, atractivo, entretenido y cuya eficacia ya ha sido comprobada, pues la profesora González Sagüillo ha desarrollado con éxito enseñanzas y conciertos bajo este tipo de planteamientos.
El libro cuenta con estupendas ilustraciones de Manuel M. Fernández Martínez, que son como una estilización, viva y de muy buen trazo, de las iluminaciones de los antiguos manuscritos, aunque con giros y recursos formales plenamente actuales. Destaca la coherencia estilística con que son tratados todos los elementos y personajes que comparecen en esta historia. Magnífico, por cierto, el rosetón de la página 55.
Todo se desarrolla en nueve capítulos que van repasando los puntos básicos de la historia y características organológicas de la vihuela de mano. Naturalmente, esto no se hace de cualquier manera sino que la autora inserta todos los contenidos en el marco de un relato nutrido de personajes y de fantasía que, a buen seguro, harán las delicias de los niños.
La narración está llena de claves familiares y de sentido del humor. Así, Vetusto es el violero. Vive en una valenciana Vetusta, de modo que en estos nombres subyace la Vetusta (Oviedo) de Clarín, al tiempo que la tradición de vincular el supuesto origen de la vihuela al reino de Valencia. Inferir que el inspirador de Vetusto es el reconocido violero ovetense Carlos Ardura, antes citado, no resulta demasiado difícil para quienes conocemos a la autora del libro y estamos de algún modo interesados en el universo de la vihuela y la guitarra españolas.
Muy ingenioso el modo en que alude a otras muchas cuestiones (que no detallaré) como pudieran ser la tablatura, la afinación al son de unos pajaritos, las cuerdas de tripa o las figuras musicales que marcan las duraciones de las notas, vistas como bastones de la abuela y que imagina con el moño blanco, negro o alborotado (blancas, negras y corcheas) según se mueven sus pasos más lenta o más rápidamente. Vetusto vive con su abuela, que es la probadora de sus instrumentos y que (nuevo guiño, en este caso en clave asturiana) se llama Migüela.
Se me ocurre que algunos niños llevarán una pequeña desilusión cuando sepan que ciertas cosas no son literalmente como aparecen en este cuento y método musical sino un punto más prosaicas. Pero da lo mismo, porque la ilusión nunca se extingue y seguro que a la abuela Migüela le siguen gustando los Reyes Magos, sobre todo si le traen una nueva vihuela que poner a prueba.
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A lo largo de los nueve capítulos de la historia se van deslizando numerosas piezas, primero muy simples y luego un poco más elaboradas. Llevan un acompañamiento sencillo,  para que lo realicen alumnos algo más experimentados, y en general otro más completo para el profesor.
Las músicas elegidas proceden de repertorios muy variados (populares, infantiles, renacentistas…).  Muy pocas de ellas han sido tomadas del fondo estrictamente vihuelístico, porque —no se olvide— estamos hablando de niños que pueden tener un mínimo de tan sólo cinco o seis años. Pero no falta el tema del Conde Claros, “Mille Regretz” y alguna otra de las clásicas.
Las partituras se escriben con música y con el sistema de tablatura, aceptando la más práctica disposición en espejo, o sea, la tablatura italiana, donde el primer orden se representa en la línea inferior.
En suma, estamos ante una obra útil y amena, llamada a tener continuación en otras que allanen las siguientes etapas de la práctica de tan hermoso e histórico instrumento.
Noemí suele lucir casi siempre una bella sonrisa. Ahora sé que se le pinta en la cara porque su imaginación es fértil y del género alegre. Por ello, no me extraña que su magisterio con los niños fructifique o que en la Escuela de Música de Carreño haya enseñanzas de vihuela y planes para mejorar su estatus, ni que sus alumnos formen parte de la dedicatoria del libro “por enamorarse de la vihuela y su música”. La verdad: con una ‘profe’ como Noemí González Sagüillo no me sorprende que eso ocurra.

Referencia
Noemí González Sagüillo: La abuela vihuela. Ilustraciones de Manuel M. Fernández Martínez. Madrid, Sociedad de la Vihuela, 2016, 105 p.

Ilustraciones
Cubierta del libro
Ilustración de la p. 55. Cortesía de Manuel M. Fernández Martínez.
Noemí González Sagüillo. Foto cortesía de Carlos Ardura (detalle).


miércoles, 19 de octubre de 2016

El imaginario aéreo del órgano (y 2)

La necesidad que tiene el órgano de recibir aire continuamente implica la existencia de un pulmón artificial —el fuelle— que se pliega en sus abanicos y que se conecta y penetra en el instrumento insuflando un aliento fértil que anima aquella fragua de sonidos.
Los entonadores, que así se llaman los antiguos encargados del fuelle, adoptaban distintas poses en función de los variados sistemas de transmisión del aire. Pueden asemejarse a funambulistas, como al parecer ocurría en cierto órgano de Sevilla, donde un muchacho tenía que recorrer arriba y abajo una barra conectada a fuelles enfrentados, según lo describió Riemann. A veces presionan los fuelles con los pies, como pisadores de uva, o parecen remar de una extraña manera, como ocurre en otros casos.
El aire informe se transmuta en un aire canalizado, que trata de ser constante y que es fecundo, como un soplo divino, pues deviene sonido organizado y sustancia musical acto seguido.
Ya desde su misma entrada en el fuelle, el aire sufre un proceso de purificación, pues se solía poner una gasa o rejilla a modo de cedazo en la boca del fuelle, según aconsejaba Riemann, para que no entrasen partículas o insectos arrastrados por la corriente que pudieran estropear los mecanismos interiores del órgano.
Por otra parte, los constructores garantizaban en sus contratos que el trabajo sobre el fuelle no requería más fuerzas que las de un niño o niña de seis u ocho años, o el de un anciano, como en un triunfo de la mecánica y de la liviandad acorde con el carácter fundamentalmente espiritual del instrumento.
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El peculiar mecanismo del órgano implica que todo el aire pasa a través de unas conducciones de madera que van forradas en su interíor con fieltro o piel curtida. Tenemos después el “arca de viento”, espacio de aire general para servir a las necesidades del órgano.
Llega así el aire a unas cajas interiores llamadas “secretos”, que conectan mediante unos orificios con las distintas tuberías. Es una verdadera “Anemoteca”, por emplear el término cultista de algunos teóricos, término que también enlaza los conceptos de aire y de animus , como nos recuerda Michel Mansuy a otros efectos. Sus orificios están tapados y es el organista quien los destapa haciendo que el aire vaya por un sitio o por otro hasta llegar a los tubos previstos, determinando así el sonido y el timbre.
Ello significa que el organista es verdaderamente un Señor de los Vientos, un nuevo Eolo que organiza el fluir aéreo de su universo en toda la gama de los vientos, desde el suave céfiro hasta el norte agalernado.
No hay laberinto en los cientos de tuberías que puede tener un órgano. El aire es dominado desde el primer momento. Todo se produce mediante la voluntad ordenadora del organista, que sabe los resultados que se derivan de abrir unos u otros caminos para el aire prisionero.
Y allí, no asombra su mecánica de manos y pies, su movilidad física para abrir y cerrar registros, conectar teclados, etc., sino que asombra el milagro estrictamente secreto que se desarrolla en el interior del órgano, en esa caja matriz, donde el organero o constructor solía dejar su firma, un espacio que se erige en el epicentro de la creación interpretativa, mediante un control del aire incomparable. Es el triunfo, hay que insistir, del Señor de los Vientos sobre el secreto aire encrucijado de su reino.
Es así como el organista puede abrir la espita de las bajas vibraciones y entonces surge el zumbido animal, o bien preparar unas combinaciones con registros de voces humanas, o promover un episodio Ilautado en el agudo, de clara movilidad ascensional y aérea. Todo cabe en el órgano. pero todo se produce mediante la más pasmosa “domesticación” del aire operada en instrumento musical alguno.
Partimos de un aire continuo que nos viene de fuera. Pero inmediatamente lo purificamos, lo regulamos, lo canalizamos, lo retenemos o lo dejamos salir por determinados sitios, como en un sonoro sistema de aire acondicionado que es la suma de toda la naturaleza aérea de la música y que puede constituirse en el símbolo de la Armonía del Nacimiento del Mundo, como nos mostró Kircher en una célebre ilustración de su Musurgia Universalis.

Referencias
Extractado de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”.. Barcelona,  Ed. Anthropos, 1999, pp. 60 - 86. 
Ilustración: órgano de la Catedral de Oviedo.




jueves, 13 de octubre de 2016

El imaginario aéreo del órgano (1)

  La evolución del órgano, que llega a la elefantiasis en los modelos del XIX, ha motivado la existencia de todo un imaginario de naturaleza terrestre referido a este instrumento. Es indiscutible que un órgano romántico a pleno rendimiento impresiona siempre y que hay algo de telúrico en su clamor. Dejo hoy de lado los conocidos simbolismos terrestres y me centro en los que proporciona otro elemento, el Aire, no menos significativos en la construcción del imaginario que le rodea.
De entrada, su ubicación elevada y el simbolismo ascensional de la escalera de acceso al instrumento contribuyen a perfilar una imagen del organista como mediador y Señor de los Vientos. También el material de que están construidos los tubos puede tener connotaciones aéreas. Los organeros de los siglos XVI al XVIII se comprometían en sus contratos a utilizar buen estaño inglés, susceptible de mezcla con plomo para determinados tubos. Los contratos que ha recogido Louis Jarnbou, en el segundo volumen de su obra fundamental sobre el órgano español, son ilustrativos a este respecto.
Un teórico como Pablo Nasarre también aconsejaba que los tubos fuesen de estaño. Pero además de las razones de mejor sonoridad, conocidas en la práctica, aducía con toda convicción que el estaño es un metal bajo el influjo ele Júpiter y capaz de dar un sonido más aéreo y sanguíneo, frente a los tubos con mucho plomo, que suenan de manera saturnal, melancólica y terrestre.
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La ubicación del órgano, habitualmente en lo alto, como un ídolo formidable, aéreo sobre el suelo de los templos y a veces más cerca de la encastillada campana que del altar, constituye toda una clase de teología. Es, desde luego, un espacio idóneo para la mediación. Además, existen razones acústicas que algunos teóricos han explicado. Nasarre, en su capítulo sobre el eco, defiende la ubicación de los órganos en sitio elevado a fin de dejar más espacio para que la reverberación del sonido no cree confusión: "dará más gusto el órgano si estuviere situado en el puesto de mayor altura”.
Su aspecto externo tiene un sentido arquitectónico autónomo. La disposición de los tubos se organiza en diversos castillos. Y tiene —o puede tener— fachadas, frontis, columnas, puertas, almenas, escudos nobiliarios, en suma, una imagen reducida pero poderosa de la Jerusalén celeste.
Los órganos presentan un cierto aspecto defensivo por todo lo dicho. Mas en el mundo ibérico el sesgo militar aumenta merced a la disposición en horizontal de una batería de tubos con sonido de trompeta real o de batalla, que los organeros se comprometen, en sus contratos, a disponer precisamente a manera de “artillería”.
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Al órgano se accede por unas escaleras, muchas veces estrechas y de caracol, que resultan más iniciáticas que cómodas. No están abiertas para cualquiera, como no dejan de recordarle al organista de vez en cuando los acuerdos de los cabildos recogidos en las actas capitulares de nuestras catedrales, como éste tan ilustrativo de Segovia, de 1524, publicado por López-Calo:
“Mandaron que el organista non consienta entrar en los órganos a persona alguna de fuera de la iglesia, so pena de cuatro reales por la primera vez e por la segunda ocho reales, e por la tercera privación de organista”.
Cierto es que el coro alto podía abrirse en algunas ocasiones especiales, por ejemplo para ciertos oficios de Nochebuena, pero sólo para “personas principales”, según señalan las actas de Burgos en 1561 (igualmente publicadas por López Calo), como si se tratase de un privilegio de anticipación celeste del que las mujeres eran excluidas:
“Este día los dichos señores mandaron que las personas que tienen la llave de los órganos, que no dejen subir mujeres donde están los órganos, so pena de cada dos mil maravedía a cada uno que las dejare subir”,
Las mujeres podían ser admitidas con determinadas restricciones, probablemente la de acompañar a las ya citadas personas principales y, a su vez, no ser acompañadas de “criadas e mozos”, según recogen las actas catedralicias de Burgos ya citadas.
Con el órgano y la escalera de acceso estamos ante uno de los más claros “esquemas axiomáticos de la verticalidad”, en la terminología de Gilbert Durand, en una particular escala de Jacob que, efectivamente, conduce a un territorio más celeste que humano, donde pronto va a sonar el aliento del Es­píritu que inunda desde lo alto las bóvedas y lasnaves del templo.
La escalera, como una de esas escalas iniciáticas estudiadas por Eliade, es también una escala “levantada contra el tiempo y la muerte”, en expresión de Durand, y lo es porque lo que va a sobrevenir tras la ascensión del organista a su atalaya es la apertura, de un tiempo distinto, el de la música, que es el tiempo de un discurso autónomo y que puede verse como el de la comunión entre las realidades cósmicas y nuestro propio mundo.
El organista adquiere un papel cristológico en esa cotidiana subida, que le salva y le eleva, pero de la que hace partícipe también a la asamblea de fieles por la metáfora de su mensaje sonoro.
Es el demiurgo entre dos mundos, el mediador entre dos tiempos, el mensajero iniciado que se adueña de las regiones aéreas para publicar la ascensión y la eternidad.

Referencias
Extractado de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”.. Barcelona,  Ed. Anthropos, 1999, pp. 60 - 86. 
Ilustración: Lámina de L´Encyclopédie (fragmento con piezas de órgano), de Diderot y D´Alembert.

jueves, 6 de octubre de 2016

 
En las primeras décadas del siglo XX los automóviles habían alcanzado un notable desarrollo en lo tocante a diseño, velocidad, prestaciones y también en cuanto al propio uso de los mismos. Para muchos artistas fue un objeto de culto, algo así como la auténtica cifra del siglo XX. El sonido de sus motores era una de las cosas que más llamaba la atención y empezó a ser celebrado —aunque no sin polémica— como la banda sonora de una nueva época. Seguro que al lector ya le ha venido a la mente el nombre de Marinetti, pero dejo al creador del futurismo para otra ocasión y me centro en unas líneas de Marcel Proust.
El escritor francés —imprescindible de la noche y los salones parisinos durante una etapa de su vida, fascinante conversador, cultísimo y sensible— era también un enamorado de las novedades tecnológicas que le deparaba el siglo XX. Así se advierte, por ejemplo, en el texto que se comenta a continuación, donde tecnología y música entablan un curioso diálogo.
Dicho pasaje procede de la primera parte de En memoria de las iglesias asesinadas, que a su vez se acota como “Jornadas en automóvil”. Describe un viaje un tanto accidentado a Caen y Lisieux. Saliendo de este segundo lugar, ya de noche y en dirección a Louvriers, Proust reflexiona sobre la actividad del mecánico (es decir, del conductor, pues entonces era normal que se contase con un experto para manejar estos nuevos ingenios), al que —joven imberbe como era y tocado con una extraña capucha—, llama “monja de la velocidad”. Dicho sea de paso, el joven chófer, Alfred Agostinelli, fue también secretario y uno de los posesivos amores de Proust.
El escritor recuerda acto seguido a Santa Cecilia, patrona de la música, y la asocie con su conductor, que teclea en el panel de mando como en un órgano. Y, claro, los cambios de marcha que modifican el continuum del zumbido del motor equivalen para Proust a los cambios de registro de ese órgano sobre ruedas en el que está viajando.
En esa gradación, que transmuta la capucha del conductor en toca de monja veloz y luego en una Santa Cecilia aplicada al órgano rodante, se ve muy bien la maestría literaria de Proust. No sorprende que el siguiente paso consista en afirmar que el sonido del motor produce “una música que podríamos llamar abstracta, toda símbolo y toda número, y que hace pensar en la armonía que se dice producen las esferas cuando giran en el éter”.
El espejismo de las nuevas tecnologías es una constante del pensamiento. Y si Boecio considera que la música cósmica se produce por el perfecto ensamblaje de lo que denomina la “máquina del cielo”, nada hay de extraño en que una máquina portentosa como era un automóvil de los primeros tiempos se compare, en su perfección, con la música de las esferas.
Tampoco está mal la disquisición sobre el volante visto como Cruz de San Benito, o como estilización medieval de la rueda, o bien como cruz de consagración al modo de las de los apóstoles esculpidos en el coro de la Sainte Chapelle de París.
El remate de esta parte del texto proustiano vuelve a plantear si lo que llamamos “ruido” no podría ser en ciertas circunstancias considerado como una realidad sonora grata y aun emotiva. Es algo muy frecuente en su obra, por lo demás. La pirueta de Proust se articula ahora a partir de la bocina del automóvil. A medio camino de la dirección antes indicada se encontraba la casa de los padres del escritor y, aunque es de noche, desea darles una sorpresa.
El mecánico toca la bocina repetidas veces para que el jardinero de la casa les abra la puerta. Y dice Proust que el sonido de la bocina, que no nos gusta por su estridencia y monotonía, “”sin embargo, como toda materia, puede resultar bello si se impregna de un sentimiento”.
Los padres se levantan de la cama y se aprestan a abrir la puerta. Piensa Proust que esa bocina emite un sonido “placentero,, casi humano”, precisamente porque se representa para sus padres como “la idea fija de su alegría próxima, apremiante y repetida como su creciente ansiedad”.
Eso de la “idea fija” le lleva a Proust a dar un nuevo y espectacular golpe de tuerca a la narración, al venírsele a la cabeza la simple melodía del pastor en los actos II y III de Tristán e Isolda. Igual que los padres de Proust reconocen que la bocina está lanzando un mensaje de alegría, porque trae en su sonido la presencia grata de su hijo, la melodía del pastor encierra igualmente un pequeño código, pues según su carácter triste o alegre trae malas o buenas noticias, siempre con la ansiedad de la espera como telón de fondo. En ese modesto recurso, según Proust, es “donde Wagner, con una aparente y genial abdicación de su poder creador, ha puesto la expresión de la más prodigiosa espera de felicidad que colmara jamás el alma humana”.
Para que no se diga que sólo de magdalenas vive la memoria del eximio escritor francés, siempre tan músico y tan elegantemente abierto a los sonidos de la modernidad.

Ilustración: publicidad de un automóvil de los años 20.