jueves, 10 de noviembre de 2016

En los años de juventud no disponía uno de tocadiscos y, de haberlo tenido, no hubiese podido comprar los discos que le gustaban. Además de estar interesado en la música clásica, escuchaba mucha música popular de los géneros más diversos a través de la radio, como se comentó en la entrada ”Canciones dedicadas y solicitadas”. También accedía a la música del momento a partir de otros tres recursos complementarios: la máquina de discos de la sala de juegos, los coches de choque y Radio Luxembourg.

Los billares
Cerca de casa había una sala de juegos regentada por Mariano y su mujer, Loli. Allí jugábamos al futbolín, al ping-pong (yo tenía mi propia raqueta guardada en la oficina de Mariano) y al billar, que era lo que más me gustaba. Las máquinas tragaperras suponían una gran atracción para la chavalería, incluso por el simple hecho de ver jugar a quienes disponían de más dinero. Recuerdo haber conseguido que Mariano apagase la máquina del reloj (una pieza de museo y de culto hoy en día) cuando me veía entrar, pues con una miserable peseta era capaz de estar jugando muchísimo tiempo gracias a las partidas que sacaba y, encima, gastaba las gomas de los flippers con determinadas técnicas que había llegado a dominar.
Mariano vendía pastas Reglero y también tenía una máquina de discos. Los domingos, con la modesta paga que nos daban en casa, los chicos de mi barrio solíamos permitirnos el lujo de comprar una pasta y poner una canción mientras la comíamos (me refiero a la pasta; la música, la devorábamos).
Era muy entretenido ver cómo, tras meter la moneda, elegir la pieza y pulsar la tecla correspondiente, una serie de mecanismos extraían el pequeño vinilo del volumen cilíndrico del conjunto y lo ponían en una posición determinada para que la aguja pudiese seguir su surco, a veces con el característico bucle repetitivo que producían los discos rayados.
Aquella sala tenía la mejor música popular: Simon y Garfunkel, Jackson Five, Moddy Blues, Beatles, Led Zeppelin, Cream, Rolling Stones y algunos  grupos españoles, como Los Canarios, Los Brincos o Los Bravos, entre otros. Lógico, porque al dueño de la sala le asesoraba César Cárcaba, un joven algo mayor que yo, que llegó a tener un programa en Radio Asturias llamado La Hora de la Calidad, que, ciertamente, hacía honor a su nombre. Fue él quien me animó a hacerme socio del club El Melotrón, que existía en esa misma emisora y cuyo carnet me hizo mucha ilusión.
Así que ahora tengo dos magdalenas de Proust donde elegir: las pastas Reglero y ciertas canciones que escuché viendo cómo giraba el single tras el cristal de la máquina de discos. Éstas me llevan a aquéllas y viceversa. Y ambas a una época que no añoro en absoluto, pero que tampoco olvido.
Un conato premusicológico o, simplemente, meras ganas de llamar la atención, era mi gusto por las caras B de los discos, sencillos de vinilo de 45 revoluciones, con una canción por cara. Sostenía que muchas veces la cara B era mejor —quizá simplemente menos comercial— que la cara A. Y no me faltaba razón en muchos casos, aunque acaso exageraba un poco.
Nunca olvidaré el primer single de mi propiedad, que fue un regalo: la maravillosa canción Eloise, de Barry Ryan (compuesta por su hermano Paul), que escuché cientos de veces sin cansarme.

Los coches de choque
Otra sala de audiciones la tenía en las pistas de los coches de choque. Además de conducirlos en las raras ocasiones en que tenía dinero, constituían una atracción especial porque solían llevar los equipos sonoros más potentes de la fiesta y porque ponían canciones de notable calidad.
Era frecuente que los coches de choque permaneciesen en su sitio unos días más, incluso semanas, tras la conclusión de las fiestas locales. Algunas tardes pasaba un par de horas oyendo música, apoyando el trasero en una especie de misericordias monacales de hierro que rodeaban la pista.
Me entretenía observando tranquilamente a los asiduos a esta diversión evolucionando maravillosamente sobre el suelo salpicado de polvos de talco (para que los coches corriesen más), conduciendo a veces marcha atrás, con una mano en el volante y la cabeza girada en esa dirección, y viendo a los chicos que aparcaban junto a un grupillo de chicas e invitaban a alguna a subirse.
Debo a Diego García Peinazo el conocimiento de una canción de los Desgraciaus (“Los coches de choque”, muy celebrada en YouTube) que recoge algunos detalles de aquellos rituales en la célebre atracción. Por ejemplo, la subida por una pequeña rampa para acceder a la ventanilla donde se venden las fichas; o bien, las miradas de reconocimiento de la pista, la búsqueda de un coche, elegido por su color o porque uno sabía que rodaba mejor que otros, etc.
“Y allí estabas tú”, dice el estribillo, refiriéndose a una rubia platino de bote, con su melena al viento, que atrae de inmediato la atención del narrador y protagonista. El cual, como era previsible, (si bien debatiéndose entre el deseo y la timidez) la invita a subir; y ya con ella a bordo, choca a propósito para que la muchacha se agarre a su brazo y, bueno…, de alguna manera hay que empezar a establecer los primeros contactos.
“Y allí estaba yo”, añado por mi parte, citando de nuevo el estribillo (pero no con “botines de punta”, eso seguro), sin que se me escapase un buen punteo de la canción de turno, unos coros, un toque sutil de teclado o cualquier otra cosa en esta línea.

Radio Luxembourg
Era una emisora de Luxemburgo, ciertamente, pero que emitía en inglés porque estaba orientada al mercado británico. Se fundó en los años 30 y cerró en 1992. Sólo conseguíamos sintonizarla al anochecer. La escuchábamos en grupo, con suma atención, sentados por los prados o descampados de la zona. Bajábamos de casa un receptor portátil y comentábamos las canciones que iban apareciendo como novedades.
Un día (en 1970) nos sorprendió una pieza donde sonaba el arpa de boca, no había batería y era muy pegadiza. Al poco era un éxito también en España. Se trataba de “In the Summertime”, de Mungo Jerry.
Hay que decir que en esos años los jóvenes estudiábamos francés mayoritariamente y que no entendíamos las letras de las canciones. Había algo de esnobismo en aquella situación. Pero lo cierto es que las músicas populares (tipo pop y rock) no nos sonaban tan auténticas cuando estaban en castellano. Años después cambiaría esa percepción, pero eso ya es otra historia.

Nota bene: lo de "Puntos de escucha" del título me sonaba familiar y cercano, sin que pudiese precisar la razón. Tiempo después de haber subido esta entrada reparo en que forma parte del título de las actas de un congreso de la Asociación de Música Electroacústica de España celebrado en Valencia en 2012: XIX Punto de encuentro y puntos de escucha de la música electroacústica en España. Actas, por cierto, donde hay algunos temas que tocaré en este sitio, como las máquinas tan bien estudiadas por Miguel Molina-Alcorcón.

 

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