martes, 30 de enero de 2018

Debussy y el señor Corchea


Se cumplen cien años de la muerte de Claude Debussy (1862-1918) y he pensado en dedicarle unas líneas que, como ocurre con frecuencia en este blog, surgen al hilo de la experiencia. Pues se da el caso de que una de mis ocupaciones profesionales fue la de traductor de los escritos críticos del compositor francés. Recuerdo que, tras unas pruebas, firmé el contrato con Alianza Editorial y en 1987 vio la luz la primera edición de las muchas que habría de tener El Sr. Corchea y otros escritos. Se partía de la compilación canónica de la Editorial Gallimard, que contenía la obra crítica completa de Debussy. Quedaba superada así la edición “histórica”, titulada Monsieur Croche, antidilettante, mucho más limitada en cuanto a los textos seleccionados y que circuló en nuestra lengua gracias a una traducción de Vicente Salas Viu -el ilustre crítico español exiliado en Chile y fundador de la Revista Musical Chilena-, publicada en Buenos Aires (Ed. Lautaro, 1945).
Lo de crear un personaje -el Sr. Corchea- que conduce el discurso estético de algunos de los textos, fue un préstamo que el compositor tomó de Paul Valery, exactamente de su Monsieur Teste. Parece que a Valery le hizo cierta gracia haber dado lugar a estos “ejercicios de transposición”, como los calificó, no sin alguna ironía, en una carta a Pierre Louys.
El señor Corchea aparece en un escrito para La Revue Blanche del 1 de julio de 1901. Debussy, usando la primera persona, se sitúa en una tarde deliciosa y un punto soñadora. De repente, llaman a la puerta y he aquí al Sr. Corchea, con su rostro “enjuto y pequeño y gestos visiblemente adiestrados para sostener discusiones metafísicas”. La descripción prosigue en términos muy ilustrativos: “Su porte general daba la impresión de un cuchillo nuevo”. 
Lo que más le sorprende al anfitrión son las peculiares opiniones del recién llegado sobre la música. Así que, tras las pocas líneas dedicadas a describir al personaje, ya le atribuye una manera de hablar de la música muy suya, sin tecnicismos, como si estuviese ante un cuadro. Es el caso de la música orquestal, por ejemplo. La de Beethoven sería en blanco y negro, con una “gama exquisita de grises”. Por el contrario, a Wagner le lanza una poderosa dentellada. Cuenta el narrador que el Sr. Corchea le define la paleta orquestal del alemán como un “amasijo multicolor, casi uniformemente extendido en el que me confesaba no poder ya distinguir el sonido de un violín del de un trombón”
Recuerdo que una de las curiosidades de la traducción sobrevino en un minúsculo texto, publicado en 1913 con motivo del centenario de Wagner. Alude en dichas líneas a un amigo “recientemente desaparecido”, que no sino el Sr. Corchea. El cual tenía por costumbre llamar a la Tetralogía el “Bottin” de los dioses. Pensaba uno, al primer golpe de vista, en el concepto de “botín”, en su sentido ordinario en castellano. Hasta que, al reparar de inmediato en que, así entendido, no tenía ninguna lógica, en que, por otra parte, estaba escrito con mayúscula y, naturalmente, en que "botín" se dice de otro modo en francés, empecé a sospechar que había gato encerrado. Sabía que el término “bottin” se usa en francés para aludir a grandes agendas, listines telefónicos o, en suma, a catálogos de cualquier cosa. Consultando un viejo diccionario enciclopédico que tenía en casa, el Larousse Universel (1922), encontré que en existía el grueso Anuario del comercio Didot-Bottin, al que sin duda se refería Debussy. Fue una de las dos o tres ocasiones en las que pude incluir una N. del T. (Nota del traductor) a pie de página, pues la política editorial de Alianza, en este tipo de libros, venía a decir que ha de ser el propio lector quien investigue sobre aquello que le interesa o, simplemente, no acaba de entender. Hoy día, una sencilla búsqueda en Internet nos ilustraría sobre las diversas etapas, propietarios (uno de ellos, monsieur Bottin, acabaría dando su nombre al producto) y crecimiento de este anuario que, con orígenes en el siglo XVIII, ha llegado a los tiempos actuales.
Asociar la Tetralogía con este tipo de tochos, si se me permite la expresión, le lleva a reconocer a Debussy que estas ocurrencias de su alter ego, el Sr. Corchea, son una “irreverencia”; pero lo equilibra con un cierto reconocimiento de Wagner al señalar que, pese al retroceso de la influencia wagneriana en Francia, “será necesario, durante largo tiempo todavía, consultar ese admirable repertorio”. 

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Más allá de las intervenciones del Sr. Corchea, el resto de la obra crítica de Debussy no tiene desperdicio. Hay paginas muy notables sobre los músicos rusos, sobre E. Grieg, P. Dukas, V. d´Indy, C. Franck, Rameau, puyas contra el verismo y defensa de óperas tan perfectas como La Traviata, de Verdi, brillantes puntos de vista sobre diversas cuestiones musicales, como el caso de los niños prodigio, el concepto de música francesa, o la música al aire libre, entre otros muchos.
A modo de cierre de estas líneas, mencionaré un artículo de 1914 dedicado a la “música española, interpretada por españoles auténticos”. Supo ver Debussy lo que atesoraba nuestra música de ese momento, destacando el caso de Albéniz, aunque sin perder de vista las aportaciones de Turina, Pérez Casas, Conrado del Campo y del propio maestro Arbós, director de la Orquesta Sinfónica de Madrid, protagonista de aquella memorable velada.  Sonó allí una música española de indudable raigambre popular, en la que, como escribe Debussy, “tanto ensueño se mezcla con tanto ritmo, haciendo de ella una de las más ricas del mundo”.

Ilustración: detalle de la cubierta de la edición de la obra crítica de Debussy en Alianza Editorial.


lunes, 15 de enero de 2018

Los saraos del Cielo


Se cuenta que Pitágoras escuchaba la música de las esferas, cifra de la suprema perfección sonora. Desde entonces y hasta que sobreviene el cientifismo del siglo XVII -cuando se opera la “desafinación de los cielos”, como expresó Hollander muy brillantemente, cuando ya se conocía que la Tierra no era el centro y que las órbitas de los planetas no eran circulares sino elípticas-, numerosos filósofos aludieron a la música del universo y no faltaron músicos que compusieron piezas con las supuestas armonías que regían el movimiento de los distintos cuerpos celestes.
El cristianismo no fue ajeno a este discurso. Basta con decir que detrás de las músicas de los mundos está la mano de Dios, como un gran arquitecto a su "inmensa cítara aplicado”, que es como nos lo retrata Fray Luis de León en la célebre Oda a Salinas. Pero la música de las esferas no es lo mismo que la música celestial en el concepto cristiano. De esta última, Dios no es el perfecto intérprete, sino el principal dedicatario. Discurre, pues, la música celestial en continuas alabanzas al Señor, concretadas mediante cánticos y danzas que corren a cargo de los distintos coros celestiales.
Una cosa curiosa es la cuestión de los instrumentos. Conocemos muchos cuadros de muy diversas épocas que pintan a los ángeles como cantores e instrumentistas. Esas representaciones son de gran utilidad para los musicólogos. Choca esa tolerancia de las artes plásticas hacia los instrumentos si pensamos en las prohibiciones o restricciones que la Iglesia decretó desde su legalización por Constantino en el siglo IV hasta las normativas derivadas del motu proprio papal sobre la música sacra de 1903. Por cierto, una de las maneras más sutiles de rechazar los instrumentos, que tantas veces aparecen en los textos bíblicos, consistía en la llamada “interpretación simbólica” de los mismos. Por ejemplo, si un salmo habla de tocar el “salterio decacordo”, no quiere decir que lo toquemos en los actos religiosos, ni mucho menos, sino que cumplamos los diez mandamientos; pues si a un salterio le faltan cuerdas, suena mal, lo mismo que suena mal, a los oídos de Dios, el cristiano que no cumple con el decálogo. No se olvide que en los primeros siglos del cristianismo los instrumentos estaban también asociados al mundo de los mimos romanos, de los espectáculos callejeros de tono muchas veces atrevido y erótico desde el punto de vista de la nueva moral.
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Además de mediante representaciones plásticas, contamos con referencias literarias o teológicas del Cielo que no se olvidan de aludir a las músicas que suenan allí para perpetua honra de Dios.  Las descripciones de la música celestial tienen a veces mucho sabor de época. Es como si los autores se hubiesen fijado en los buenos momentos que proporciona la música terrenal y los hubiesen llevado, con las mejores galas, a las provincias celestiales.
Un ejemplo de lo dicho nos lo proporciona el jesuita Juan de Loyola, autor de un curioso libro titulado Historia del Cielo Empíreo, impreso en Valladolid en 1755. Como es lógico, este estudioso alude primeramente a los diversos lugares de la Biblia donde se mencionan los cánticos dedicados a Dios, llegando a la conclusión de que “Todos se contienen en el célebre cántico de los Serafines de Isaías: Santo, Santo, Santo, que los Bienaventurados cantarán eternamente”.
Quienes merezcan ir al Cielo tras su muerte, encontrarán allí no sólo mucha música, sino también danzas y saraos en toda regla. Lo de los saraos requiere una matización por parte del jesuita. Pues es verdad que, refiriéndose expresamente a los saraos, considera que “tienen infamado este nombre los desórdenes escandalosos de los festines de la tierra”. Pero si pensamos en el sentido de las Escrituras, prosigue Juan de Loyola, citando a diversas autoridades, “habrá en las salas del Empyreo celestiales y alegrísimos saraos, que causará él amor divino”.
El jesuita, siguiendo a San Jerónimo, señala que las músicas (y, en su caso, las danzas) que se desarrollan en el Cielo provienen de cuatro colectivos. Por una parte, están las vírgenes -guiadas por María-, de cuyo oficio litúrgico saca unas bellas líneas: “Jesús que te apacientas entre azucenas, cercado de Coros de Vírgenes que danzan; Esposo lleno de gloria, que das gloria a tus Esposas; adonde quiera que vas, te siguen, danzando y cantando con dulces himnos”.
Luego están los jóvenes, con palmas de victoria, guiados por Jesús, “Esposo divino de las almas que llegan al Cielo”, que cantarán con las palabras de Isaías: “Bendito sea mil veces el que viene en nombre del Señor”. No pueden faltar los coros de ángeles, “que aplauden y regocijan los celestiales festines”. No se entra aquí en las diversas jerarquías de los ángeles, aunque es sabido que sólo los tres tipos del primer nivel son los encargados de esta principal función.  Y, por último, los ancianos que tocan cítaras acompañando el cántico nuevo, tema de la más deslumbrante iconografía del Pórtico de la Gloria, donde todavía están afinando los instrumentos, más que cantando, a punto de comenzar dicho cántico nuevo.
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Como es de suponer, un texto de este tipo no puede dejar de impartir doctrina y moraleja. Así que el P. Juan de Loyola solicita a los fieles ayuno de los festines sonoros y saraos o, a lo menos, mucha moderación en su uso, a fin de que sus almas acaben siendo merecedoras de esas músicas imperecederas, de esas danzas divinas y de esos sagrados festines y santos saraos que se celebran de continuo en las infinitas salas del Palacio Empíreo.
Porque –avisa- los saraos terrenales “causan amarguras indecibles, y no pocas
veces la última mudanza es de la vida a la infelicidad eterna del infierno”.