lunes, 15 de enero de 2018

Los saraos del Cielo


Se cuenta que Pitágoras escuchaba la música de las esferas, cifra de la suprema perfección sonora. Desde entonces y hasta que sobreviene el cientifismo del siglo XVII -cuando se opera la “desafinación de los cielos”, como expresó Hollander muy brillantemente, cuando ya se conocía que la Tierra no era el centro y que las órbitas de los planetas no eran circulares sino elípticas-, numerosos filósofos aludieron a la música del universo y no faltaron músicos que compusieron piezas con las supuestas armonías que regían el movimiento de los distintos cuerpos celestes.
El cristianismo no fue ajeno a este discurso. Basta con decir que detrás de las músicas de los mundos está la mano de Dios, como un gran arquitecto a su "inmensa cítara aplicado”, que es como nos lo retrata Fray Luis de León en la célebre Oda a Salinas. Pero la música de las esferas no es lo mismo que la música celestial en el concepto cristiano. De esta última, Dios no es el perfecto intérprete, sino el principal dedicatario. Discurre, pues, la música celestial en continuas alabanzas al Señor, concretadas mediante cánticos y danzas que corren a cargo de los distintos coros celestiales.
Una cosa curiosa es la cuestión de los instrumentos. Conocemos muchos cuadros de muy diversas épocas que pintan a los ángeles como cantores e instrumentistas. Esas representaciones son de gran utilidad para los musicólogos. Choca esa tolerancia de las artes plásticas hacia los instrumentos si pensamos en las prohibiciones o restricciones que la Iglesia decretó desde su legalización por Constantino en el siglo IV hasta las normativas derivadas del motu proprio papal sobre la música sacra de 1903. Por cierto, una de las maneras más sutiles de rechazar los instrumentos, que tantas veces aparecen en los textos bíblicos, consistía en la llamada “interpretación simbólica” de los mismos. Por ejemplo, si un salmo habla de tocar el “salterio decacordo”, no quiere decir que lo toquemos en los actos religiosos, ni mucho menos, sino que cumplamos los diez mandamientos; pues si a un salterio le faltan cuerdas, suena mal, lo mismo que suena mal, a los oídos de Dios, el cristiano que no cumple con el decálogo. No se olvide que en los primeros siglos del cristianismo los instrumentos estaban también asociados al mundo de los mimos romanos, de los espectáculos callejeros de tono muchas veces atrevido y erótico desde el punto de vista de la nueva moral.
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Además de mediante representaciones plásticas, contamos con referencias literarias o teológicas del Cielo que no se olvidan de aludir a las músicas que suenan allí para perpetua honra de Dios.  Las descripciones de la música celestial tienen a veces mucho sabor de época. Es como si los autores se hubiesen fijado en los buenos momentos que proporciona la música terrenal y los hubiesen llevado, con las mejores galas, a las provincias celestiales.
Un ejemplo de lo dicho nos lo proporciona el jesuita Juan de Loyola, autor de un curioso libro titulado Historia del Cielo Empíreo, impreso en Valladolid en 1755. Como es lógico, este estudioso alude primeramente a los diversos lugares de la Biblia donde se mencionan los cánticos dedicados a Dios, llegando a la conclusión de que “Todos se contienen en el célebre cántico de los Serafines de Isaías: Santo, Santo, Santo, que los Bienaventurados cantarán eternamente”.
Quienes merezcan ir al Cielo tras su muerte, encontrarán allí no sólo mucha música, sino también danzas y saraos en toda regla. Lo de los saraos requiere una matización por parte del jesuita. Pues es verdad que, refiriéndose expresamente a los saraos, considera que “tienen infamado este nombre los desórdenes escandalosos de los festines de la tierra”. Pero si pensamos en el sentido de las Escrituras, prosigue Juan de Loyola, citando a diversas autoridades, “habrá en las salas del Empyreo celestiales y alegrísimos saraos, que causará él amor divino”.
El jesuita, siguiendo a San Jerónimo, señala que las músicas (y, en su caso, las danzas) que se desarrollan en el Cielo provienen de cuatro colectivos. Por una parte, están las vírgenes -guiadas por María-, de cuyo oficio litúrgico saca unas bellas líneas: “Jesús que te apacientas entre azucenas, cercado de Coros de Vírgenes que danzan; Esposo lleno de gloria, que das gloria a tus Esposas; adonde quiera que vas, te siguen, danzando y cantando con dulces himnos”.
Luego están los jóvenes, con palmas de victoria, guiados por Jesús, “Esposo divino de las almas que llegan al Cielo”, que cantarán con las palabras de Isaías: “Bendito sea mil veces el que viene en nombre del Señor”. No pueden faltar los coros de ángeles, “que aplauden y regocijan los celestiales festines”. No se entra aquí en las diversas jerarquías de los ángeles, aunque es sabido que sólo los tres tipos del primer nivel son los encargados de esta principal función.  Y, por último, los ancianos que tocan cítaras acompañando el cántico nuevo, tema de la más deslumbrante iconografía del Pórtico de la Gloria, donde todavía están afinando los instrumentos, más que cantando, a punto de comenzar dicho cántico nuevo.
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Como es de suponer, un texto de este tipo no puede dejar de impartir doctrina y moraleja. Así que el P. Juan de Loyola solicita a los fieles ayuno de los festines sonoros y saraos o, a lo menos, mucha moderación en su uso, a fin de que sus almas acaben siendo merecedoras de esas músicas imperecederas, de esas danzas divinas y de esos sagrados festines y santos saraos que se celebran de continuo en las infinitas salas del Palacio Empíreo.
Porque –avisa- los saraos terrenales “causan amarguras indecibles, y no pocas
veces la última mudanza es de la vida a la infelicidad eterna del infierno”.






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